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Revista Onoba
2024, Nº 12, 79-108
ISSN: 2340-3047
https://doi.org/10.33776/onoba.vi12.7933
La búsqueda de objetos robados (doce tabLas,
tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco,
hIstórIco y jurídIco de un mIsterIo
The search for stolen objects (Twelve Tables, tab. I.20; VIII. 15 A).
Ethnological, historical and legal context of a mystery
resumen
El contenido de las Doce Tablas, de mediados el
siglo V a. de C., constituye un texto muy inseguro,
defectuoso y de valor muy desigual, como
documento jurídico que fue reejo de la Roma de
ese período y anterior. Por la escasa y ambigua
información que nos ha llegado, el asunto del robo
y sobretodo, la búsqueda de los objetos robados,
apenas resumido en los dos términos que sobre ello
nos ha llegado, - lance et licio ,- fue ya un enigma
para la sociedad romana posterior, y ha seguido
generando abundante controversia y bibliografía
desde hace más de un siglo. Creemos que analizar
los problemas de transmisión y ampliar el contexto
histórico, geográco y cultural, a otras culturas
tanto antiguas como primitivas actuales, puede
servir para obtener una visión más aproximada del
signicado de aquel mandato arcaico.
abstract
The content of the Twelve Tables - middle of the
5th century BC. of C. -, constitutes a very insecure,
defective text and of very unequal value, as a legal
document that was a reection of the Rome of that
period and before. Due to the scarce and ambiguous
information that has reached us, the matter of the
robbery and, above all, the search for the stolen
objects, barely summarized in the two terms that
have reached us about it, - lance et licio, - was
already an enigma for the later Roman society, and
has continued to generate abundant controversy
and literature for more than a century. We believe
that analyzing the problems of transmission
and expanding the historical, geographical and
cultural context to other cultures, both ancient
and primitive today, can serve to obtain a more
approximate vision of the meaning of that archaic
mandate.
j. muñIz coeLLo
Universidad de Huelva
PaLabras cLaVe
lanx, licium, furtum, Doce Tablas, Roma
Arcaica.
Key words
lanx, licium, furtum, Twelve Tables, Archaic
Rome.
Recibido: 20/03/2024
Revisado: 06/06/2024 Aceptado: 08/06/2024
Publicado: 22/11/2024
coello@uhu.es
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1. eL robo en La socIedad PrImItIVa
Una comunidad como la romana del siglo V
pudo tener puntos en común con algunas de las ac-
tuales comunidades primitivas. Pueden resultar su-
gerentes algunas características observadas por los
etnólogos en estas últimas respecto de sus nociones
de la propiedad y el hurto. De estas observaciones
se deduce que en la comunidad primitiva el derecho
de propiedad existe sólo sobre los bienes de primera
necesidad, y ese derecho a su vez carece de efecti-
vidad si no hay incentivos que lo hagan posible. De
forma que a veces es necesario que los dirigentes de
la comunidad apliquen un cierto nivel de coerción
como incentivo que, sumados a otros, consigan que
ese derecho se reconozca (Benson, 1989, 6).
Los bienes considerados de primera necesidad –
ropas, armas, reses y cosas así – son consustancia-
les a la persona que los posee y se consideran una
prolongación de la personalidad de quien los viene
usufructuando. De modo que en ese tipo de comu-
nidades los robos y castigos van siempre referidos
a la apropiación de bienes básicos, denitivos y
denitorios de la economía que es propia del gru-
po para su subsistencia. En este contexto la pena
general impuesta al ladrón es la devolución de lo
robado, junto a sanciones compensatorias. Por otro
lado no debemos olvidar que en muchas comuni-
dades primitivas, el ladrón carece del estímulo que
supone la lógica pretensión del disfrute de los bienes
robados, ya que el autor está sometido a las normas
que son propias de la tribu. Esto es, no puede hacer
uso del producto dentro de su comunidad, porque
allí todos conocen lo que tiene y pertenece a cada
uno, y de inmediato quedaría señalado como autor,
y fuera de aquella, tampoco porque los vecinos o
son directamente hostiles o el ladrón queda sin pro-
tección y expuesto al tratamiento dado al intruso o
extranjero1.
Decíamos supra que la sanción por el robo in-
cluía tanto la restitución como la compensación.
Como el derecho de propiedad es de los derechos
más arraigados, básicos y primordiales, todo cuan-
to entorpezca, perjudique o vulnere la posesión y
1 Para evitar la primera situación el comentarista Gayo
escribía que era frecuente que el ladrón intentara llevar los
bienes que había robado en una ciudad, a otra ciudad o pro-
vincia, Gayo, III. 184. El robo iba contra la ley natural y las
leyes de los pueblos y ciudades, pues no era lícito apetecer
lo ajeno y tomar para si lo que usurpare de otro, ya que
tal conducta suponía la aniquilación de la sociedad humana,
Cic. de off. III.5.21-23.
disfrute de los bienes a sus dueños está severamente
contemplado en los códigos morales individuales
y comunitarios, y las sanciones establecidas son
proporcionales a los principios quebrantados. Los
castigos establecidos para los autores responden al
valor que cada comunidad otorga al dominio y po-
sesión de los bienes afectados, y a la estimación de
los bienes individuales frente a los colectivos.
Veamos algunos ejemplos. Entre los Nuer del
antiguo Sudán, pueblo básicamente pastor, la escala
de compensaciones para los objetos robados varía
según su rareza y dicultad en reemplazarlo. Siendo
el ganado la clave de su subsistencia, el robo de una
vaca suponía un delito muy grave al que correspon-
dería un castigo acorde al perjuicio derivado para
la víctima. Los Nuer tenían establecida una com-
pensación de diez vacas por cada una robada, y seis
por cada cabra u oveja. Una resolución semejante se
daba en las llanuras de Mongolia, al Norte de China,
entre los pueblos Kalmuks, semi-nómadas, con los
camellos, caballos y las pieles de abrigo, primordia-
les en aquel entorno frío y sin apenas agricultura
(Smith,1971, 61, 69 y 73).
Entre los Pedi o Bapedi del Sur de Africa, los
ladrones de ganado debían compensar a la víctima
con tres cabezas de ganado por cada una robada. Si
lo robado no era ganado, por tanto bienes no esen-
ciales, la compensación se jaba en el doble. Entre
las catorce tribus del Norte de Sotho o Basotho, en
el Transvaal Occidental, Africa del Sur, adquirir por
cualquier medio bienes robados se consideraba tan
grave como el robo mismo. Los ladrones, en el su-
puesto de que los bienes no hubieran sido devueltos
o, si recuperados, presentaban daños signicativos,
debían compensar cuatro por uno, de las que dos
iban para la víctima y las otras dos para el tribunal
(Labuschagne & van der Heever, 1991, 354 y 364)2.
Si fueron tres los ladrones que robaron el ganado,
por ejemplo, cada uno de ellos debía restituir al
propietario robado tantas cabezas de ganado como
los tres se llevaron en conjunto. De modo que si
robaron un total de dieciséis reses, cada uno debía
devolver dieciséis cabezas de ganado, totalizando
cuarenta y ocho.
En otros grupos primitivos el robo de bienes
considerados esenciales podía comprometer la vida
de la víctima, por lo que la ejecución del autor no
2 Las sanciones previstas, en muchos casos, están co-
nectadas con la capacidad humana de calcular la venganza
exacta que en cada caso corresponde.
81
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se considera un asesinato y los familiares de éste no
debían ejercer el derecho de venganza. Entre los
antiguos vacceos de la Meseta Norte de la Penín-
sula Ibérica, con una economía agraria de tipo co-
lectivista, el robo de una parte de la cosecha estaba
castigado con la muerte. Se piensa que la diferencia
en las compensaciones económicas exigidas en las
tribus sudafricanas por los robos, que podían osci-
lar desde quienes sólo exigían al ladrón lo robado o
su valor estimado, hasta los que exigían diez veces
el valor de lo arrebatado, se explicaba en función
del deseo bien de restaurar el equilibrio previo al
desafuero cometido, sin otra expectativa, o bien de
dosicar materialmente la venganza de la víctima
y aún el de la comunidad a la que pertenecía (La-
buschagne & van den Heever, 1991, 353, 354 y 364).
Una práctica común entre los pueblos primitivos
y además, como veremos, de algunas sociedades an-
tiguas, fue que el hombre que había sido víctima de
un robo tenía derecho a buscar sus objetos entrando
en la casa que sospechara que pudieran estar, y de
no encontrarlos tomar de ella la cantidad equivalen-
te a lo robado. Suponía una especie de talión, pues la
víctima podía coger del señalado como autor tantos
bienes como los que había perdido. Algo así como
lo encontrado, por lo robado. Estos procedimientos
se testimonian entre los kirguises, los maoríes, los
malayos, tribus indias de América del Norte y tri-
bus africanas. Por tanto, en la comunidad primitiva
podemos armar que prevalecía el testimonio del
perjudicado sobre el del señalado como ladrón, y se
actuaba sobre éste como si fuera el culpable confeso
(MacCulloch, 1908/1927, 256).
De hecho, en Roma no parece que fuera distin-
ta la escasa consideración hacia el dueño de la casa
respecto del derecho de la víctima a buscar sus bie-
nes donde creyera que podía encontrarlos. Prima-
ba el derecho del buscador y quien obstaculizara a
éste, corría el riesgo de ser considerado culpable del
robo, algo que justicaba su actitud de no colaborar
(Polak, 1946, 250 ss.)3. Así, de la misma forma que
3 Quisquís vestigium de quodlibet animali secutus
fuerit et ad domum alterius vestigio ducente pervener-
it, ac si eum [is] ad cuius domum venerit, prohibuerit
domum suam intrare ad res suas requirendas : pro hoc
quod reposcit, is qui eum de domo sua ab inquisitione
repulerit, pro fure teneatur obnoxius, Lex burgundio-
num, XVI. 1. “Si alguien sigue las huellas de un animal y
llega a la casa de otra persona guiado por ellas, y si aquel
a cuya casa llega le prohíbe entrar o revisar sus cosas, con
respecto a lo que se reclama, aquel que impide al otro entrar
en su casa debe ser tenido por culpable de robo; ni siquiera
en las Doce Tablas el dueño del árbol cuyos frutos
caían en la parcela vecina tenía derecho a entrar en
ella y recogerlos, pues eran suyos, el dueño de obje-
tos que le habían sido robados y sospechaba donde
podían estar escondidos, tenía derecho a entrar en
la casa donde suponía que se encontraban, sin que se
considerara el derecho del dueño a preservar la in-
timidad de su domicilio (Crawford, 1996, 555-721;
Rotondi, [1912]1966, 359)4.
En la sociedad primitiva la búsqueda no se
realiza bajo una especial ceremonia, tan sólo se le
anuncia al dueño de la casa, se procede a entrar y
se examinan todos los lugares donde puedieran es-
tar. Se trata de una búsqueda informal, arraigada en
la costumbre, que todos aceptan de buena fe como
un derecho de la víctima agraviada, sin otro lími-
te que el que ésta encuentre sus bienes o se de por
compensado con los que tome y sienta satisfecha
su ofensa, sin intervención de ninguna autoridad,
árbitro comunitario o testigos. No hay fórmula de
actuación previa ni encontramos descripción algu-
na sobre vestimenta ritual u objetos que hayan de
llevarse en la búsqueda.
Entre algunas tribus indias de las praderas nor-
teamericanas del Sur de los estados de Colorado y
Dakota del Sur, el pueblo cheyenne era de los que
no daba mucha importancia a los bienes materia-
les personales, por lo que su reacción ante el ladrón
no podía calicarse de severa. Cuando un ladrón era
descubierto, las víctimas se limitaban a avergonzar-
le denunciando públicamente su actitud y fechoría
ante la tribu, con frases como “si yo hubiera sabido
lo que tu deseabas, te lo habría dado”, que mani-
festaban al mismo tiempo una postura de escaso
apego a los bienes materiales. Se centraba sobretodo
a una mujer se le puede negar que interrogue sobre la bús-
queda”. Reino de Borgoña. Esa ley, que se usó para casos
entre borgoñones y también era aplicable a casos en-
tre borgoñones y romanos, fue compilada por el rey
Gundobad (474-516), muy probablemente después de
su derrota ante Clodoveo I en el año 500.
4 Tab. VIII.3: glande in alieno pastum ne inmittito,
De hecho, no fue sino en el año 81 a.C., cuando se abordó
el daño corporal inigido a una persona o a su domicilio,
mediantes tres tipicaciones posibles, pulsare, atropellar o
empujar, verberare, golpear o apalear, y domum introire,
violar el propio domicilio, equiparando un allanamiento de
la propia casa con la gravedad de una iniuria personal, Plin.
HN XVI. 15; lex Cornelia de iniuriis, Paul. sent. V. 4;
Dig. XLVII. 10. 12; XLVIII. 2. 23.
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en la sumisión del autor al escarnio público. Tan
peculiar conducta ha llevado a algún autor a armar
que entre los cheyennes no existió el robo como tal,
sino que lo que en otras comunidades se calicaba
de robo sin ambigüedades, entre ellos se conside-
raba que era tomar algo en préstamo sin permiso.
Pero si el ladrón reincidía, esto es, repetía el acto
de “tomar algo sin permiso” varias veces, entonces
los Cheyennes que formaban la llamada Sociedad de
Guerreros podía intervenir para aplicar el castigo
más severo, como agelar al individuo, destruir su
tipi o tienda y matar a sus caballos (Smith, 1971,
58). Qué duda cabe de que la inicial indulgencia, en
la reincidencia daba paso a un cruel castigo que no
buscaba la compensación del perjudicado – recor-
demos, no se reconocía la comisión de un delito -,
pues no se hablaba de pagos compensatorios, sino la
ejemplaridad y escarmiento de la respuesta que en
nombre de la colectividad – la Sociedad de los Gue-
rreros – pretendía evitar que conductas similares se
repitieran.
En conductas antisociales menos graves, los
cherokees mostraban un comportamiento similar
al de los cheyenne. La ofensas se castigaban con la
exclusión, el sarcasmo y el ridículo resultante de la
exposición pública del autor y su delito, y de ese
modo guardaban la paz interna de la tribu. Todo
ello resultaba una tortura para los señalados. Por
tanto los cherokees empleaban a la opinión públi-
ca y la vergüenza del acusado como única sanción,
una forma de coerción social muy ecaz. No ne-
cesitaban una ley codicada ni instituciones pena-
les, pues la sanción satírica era más poderosa. En
la región de Beocia, Grecia Central, se deshonraba
públicamente a los deudores morosos colocándolos
en la plaza con una cesta sobre la cabeza, y penas si-
milares econtramos en Górtina, Creta para el adul-
terio - adúltero coronado públicamente con lana -,
Esparta e incluso en Atenas. En la Ciudad de las
Doce Tablas era común la occentatio, la agitatio
y la obvagulatio, como sistemas de presión popular
para castigar u obligar a los infractores a reconducir
sus conductas (Gernet,1985, 80)5.
En algunas tribus de las praderas y bosques cen-
trales de Estados Unidos el ladrón tenía la obliga-
ción de devolver los objetos robados a la víctima,
o darle una compensación si los había consumido,
perdido o gastado, si no los restituía ni compensaba
5 Tab. I.1; VIII.1;Jenof. La República de los lacede-
monios, IX. 4-5.
con bienes de valor similar. En tal caso la víctima
en unión de sus amigos y parientes podía saquear la
casa del ladrón y llevarse sus pertenencias. Pero si el
considerado ladrón aseguraba que no había robado
nada y se oponía al pillaje de sus bienes y durante
el saqueo violento, hacía frente y llegaba a matar
a alguno de los saqueadores, la familia del muerto
no podía reclamar nada (Traisman, 1981, 276, 277
y 283)6.
Entre las obligaciones de los guerreros sioux as-
siniboine, si se cometía un robo en el campamento,
guiados por sus jefes realizaban una búsqueda de
los objetos robados por cada uno de los tipi, hasta
encontrarlos. Pero una vez encontrados no tenían
autoridad para castigar al ladrón, salvo que éste se
resistiera a entregar el producto de su robo, en cuyo
caso los recuperaban por la fuerza. Cuando el la-
drón recibía un castigo, éste no se aplicaba como
venganza por el delito cometido sino como fórmu-
la necesaria para restablecer o preservar el orden y
la paz social (Rodnick,1937, 414; Provinse, 1937,
350)7.
Al sur de Ontario, los indios hurones eran co-
nocidos entre los franceses colonizadores por ser
de los más proclives al robo. Robo era tomar sin
permiso cualquier objeto que estuviera fuera de un
tipi, la tienda donde vivían. Este acto no se consi-
deraba robo y el dueño legítimo del objeto tomado
no podía exigir su devolución. El exterior de cada
tipi se consideraba espacio comunitario, y todo
cuanto había en él pertenecía a la comunidad, de
manera que cualquiera podía disfrutar de ello. Para
evitar estas confusas situaciones los indios hurones
que poseían más objetos de los que podían custodiar
en el interior de su tienda, ampliaban la supercie
de almacenaje excavando un hoyo en el suelo de
la misma o distribuyendo los bienes que carecían
de espacio, entre los tipi de sus familiares, para te-
nerlos a salvo. El cualquier caso, el ladrón eventual
no era castigado ni multado por ello, sino que si
la víctima denunciaba la pérdida de algún objeto
propio como robo y aseguraba saber quién había
sido el ladrón, tenía derecho a ir con sus parientes
y saquear la tienda de éste y a todos cuantos en ella
habitaran, y llevarse su alimento, vestidos y cuantas
posesiones encontrara en ella, en su propia villa o
6 Se trata de los sauk, fox, kickapoo iroqueses, potawa-
tomie, ottawa, shawnee, que vivían en el Oeste de Illinois
y Wisconsin, Missouri, Michigan, Georgia, Indiana y Ohio.
7 De las grandes llanuras entre los ríos Saskatchewan, al
sur de Canadá, y el Missouri al sur, ya en Estados Unidos.
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en otra, como supra hemos visto para otras tribus.
Previamente quien poseía ahora los bienes no ha-
bía podido demostrar como los había adquirido, lo
que suponía admitir su culpabilidad como ladrón
(Trigger,1963,162)8.
En Magnesia, al sur de Tesalia, Grecia, tierra y
casas eran inalienables, por lo que no se admitía dis-
puta alguna sobre su propiedad, pero sí podía ha-
berla sobre los bienes muebles. Platón limitaba a un
año el derecho a reclamar bienes que estuvieran en
un espacio público, como la ciudad, el agora o los
templos. Se partía de la idea de que si nadie recla-
maba bienes u objetos que estaban en un lugar a la
vista de todos, la persona que los tenía en ese mo-
mento era su propietario. Esta misma reclamación
pero para bienes vistos dentro del país, requería de
cinco años para conrmar su propiedad. Si el objeto
estaba dentro de una casa en la ciudad, el límite era
de tres años, si en una casa del país, diez años (Ha-
rris, 2021, 37).
Resumamos lo dicho hasta aquí. Algunas so-
ciedades primitivas distinguen de forma nítida los
bienes privados e individuales de los comunitarios o
colectivos. Para ello pueden utilizar el criterio de la
localización de unos y otros, de manera que se con-
sideren privativos los bienes que están en el interior
de la casa, y comunitarios el resto, esto es, cuantos
objetos se depositen en el exterior de la casa, que
es espacio público. Para Platón, segunda mitad del
siglo IV, quienes despositaban bienes privados en
espacios públicos contaban hasta con un año para
reclamarlos a quien los tuviere. Pero a la hora de
imponer sanciones suaves o duras no primará este
criterio sino el de si los objetos robados suponen
bienes de primera necesidad, que comprometen la
subsistencia del individuo y su familia, si son bie-
nes difícilmente reemplazables, o incluso si su robo
pueden amenazar la estabilidad de la comunidad,
o por el contrario, no ponen en peligro ninguno
de estos aspectos. La defensa del derecho de la víc-
tima del robo se subraya con incentivos como la
sanción compensatoria, el pago de multas, las penas
corporales e incluso la muerte del ladrón en algunos
casos, además del elemento disuasorio que para éste
supone no poder disfrutar de lo robado en su propia
comunidad, pues todos saben lo que cada uno tiene,
o fuera de la misma, donde su presencia puede con-
siderarse hostil e inaceptable.
8 Asentados en Canadá y en los estados de Michigan,
Ohio y Wisconsin, en Estados Unidos.
La víctima de robo tiene derecho a buscar sus
cosas, en cualquier casa donde crea que pueden es-
tar. Incluso, aunque realizada la búsqueda no en-
cuentre en la casa los bienes que busca, si no recibe
una compensación suciente del dueño, se reconoce
a la víctima el derecho a tomar, acompañado de sus
familiares y amigos, cuanto estime necesario de esa
casa para compensar lo perdido. Si encontrara sus
bienes en la casa y el dueño de la misma no pudiera
explicar su procedencia, será considerado ladrón, e
igualmente en Roma, si obstaculiza la búsqueda por
parte de la víctima. Pero si el dueño de la casa don-
de se buscan los bienes se opone y mata a la víctima
que le saquea, la familia de ésta no puede reclamar
venganza. Vemos por tanto que de partida, se con-
sidera solvente el testimonio del buscador, sobre el
del buscado, pero esta conanza está limitada al re-
sultado de su búsqueda, de modo que si el resultado
es nulo, cualquier acción posterior del buscador –
llevarse objetos compensatorios - puede enfrentarse
al derecho del buscado a defender sus bienes de esta
forma de rapiña.
No encontramos en la búsqueda una especial
ceremonia, ésta puede o no anunciarse cuando se
vaya a producir y el buscador puede ir acompaña-
do de familiares o amigos, más en calidad de ayuda
y acaso protección contra posibles incidentes, que
como testigos. Podríamos hablar por tanto de una
búsqueda informal, arraigada en la costumbre, que
todos aceptan como un derecho de las víctimas
agraviadas, sin otro límite que el que el buscador
encuentre sus bienes o se de por compensado con
los que tome y dé por satisfecha su ofensa, sin in-
tervención de ninguna autoridad o árbitro comu-
nitario. No hay fórmula de actuación previa ni el
buscador porta objetos o va vestido de determinada
manera.
2. eL robo en La socIedad antIgua. orIente y
grecIa
En el Antiguo Testamento injurias y robos eran
faltas muy castigadas que suponían fuertes com-
pensaciones a sus autores. La injuria o daño per-
sonal o a los bienes de la víctima eran indemniza-
dos en mayor o menor medida, con relación a la
magnitud de la ofensa. Así, debían pagar los dueños
del ganado suelto que ocasionaba perjuicios en los
campos vecinos, o quienes hacían un fuego que se
descontrolaba y alcanzaba las parcelas inmediatas,
todo en función de lo destruído. El robo estaba
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fuertemente sancionado, hasta el punto que si el
ladrón no compensaba de forma satisfactoria po-
día llegar a ser esclavizado e incluso ejecutado9. En
general la Biblia condenaba el robo por ser algo que
perjudicaba fuertemente los intereses de la comuni-
dad, si bien establecía excepciones – como cuando
el robo se justicaba para saciar necesidades básicas,
Proverbios, 6:30-31 -, que no suavizaban el severo
castigo sobre los culpables si el daño provocado era
extenso10.
Como entre los primitivos actuales que hemos
visto, cuando se trataba de ganado robado, la com-
pensación llegaba hasta el cuádruplo o quíntuplo
de las reses sustraídas, según se tratara de bueyes
u ovejas, por ejemplo. Y si el ladrón era cogido in
fraganti y por la noche, podía ser ejecutado sin
que ello constituyera delito, como prescribían las
Doce Tablas, y si era de día pero el autor no tenía
bienes con los que compensar, lo haría con la venta
de su propia persona como esclavo. Si se hallara lo
robado en su poder, la compensación establecida en
este caso era el doble de lo robado11.
Como fue propio de las sociedades orientales,
según los datos que poseemos, la mediación de la
divinidad a través de la apelación e interpretación
directa de su voluntad o mediante manifestaciones
simbólicas explícitas – ordalías -, resolvía cualquier
situación compleja de manera inapelable. Esto es,
cuando los casos de robo que se presentaban ante
la justicia humana rebasaban la casuística acumula-
da, se sometían al juicio divino, que mediante una
manifestación simbólica enviaba la señal suciden-
te para determinar culpabilidades e inocencias. Así,
quien tenía dinero de otro en custodia y declaraba
que le había sido robado, el depositario era consi-
derado ladrón y debería compensar con el doble.
Pero si no quedaba bien claro quien había sido el
autor, el caso era sometido al Dios Verdadero para
que éste dijera si quien había custodiado el dinero
en realidad se había quedado con él o no. Si los bie-
nes robados se estropeaban, desaparecían o si siendo
ganado, éste moría, si quien los custodiaba juraba
ante Jehová que no era culpable de lo ocurrido, el
9 Exodo, 20: 13; 21: 16; 21:37; 22: 1-3; 22: 6; Levitico, 19:
11; Deuteronomio, 5:17; 24: 7; Proverbios, 6: 30-31.
10 Deuteronomio, 5:17; 24:7, Levítico, 19:11.
11 Éxodo 20.13; 21.16; 21: 37; 22:1-3; 5-6. Como en el
mundo griego posterior, el ladrón cogido in fraganti y de
noche, si se le mata, no hacía recaer culpa alguna para el
autor, y lo mismo si fue en defensa propia, Pl. Leg, 854d;
874 B.
dueño de las cosas dejadas en custodia y perdidas
tendría que aceptar el juramento y quien las había
guardado no tendría que dar ninguna compensa-
ción. De la misma forma este depositario no tendría
que dar nada en compensación por el animal dejado
a su cargo y despedazado por una era. Por n, si
alguien acusaba a otro de haberse apoderado de bie-
nes suyos – reses, vestiduras o cualquier otra cosa –
y el acusado declaraba que no los había robado sino
que eran de su propiedad, ante tal dilema ambos de-
bía presentar su caso ante el Dios verdadero, que de
alguna forma mandaría alguna señal de quien era el
culpable, y este debería pagarle el doble a la víctima
en compensación12.
La víctima de un robo tenía derecho a buscar los
objetos allí donde creyera que estaban. En Génesis,
31: 32-33, se decía que Laban, tío de Jacob y luego
su suegro sus hijas Lea y Raquel se casarán con
Jacob - buscaba en las tiendas de Lea, de las dos
siervas de éstas y en la de Raquel las egies de sus
dioses que le han sido robadas, sin hallarlas. Jacob le
ofreció que buscara también en su tienda, delante de
nuestros hermanos y que lo que encontrase y fue-
ra suyo, que se lo llevase. Pero Labán no encontró
nada en ninguna de las tiendas registradas porque
Raquel había ocultado las citadas egies en las al-
forjas de un camello. Se trataba de una búsqueda
informal, consentida por el dueño de la casa – la
tienda aquí -, en presencia de varios testigos, que no
dio resultado alguno para la víctima.
La justicia aplicada en el Génesis no fue muy di-
ferente a la manifestada en el Código de Hammura-
bi, de la primera mitad del siglo XVIII a. de C. Los
castigos, ciertamente duros, diferían en función del
rango social de la víctima y del autor. Se otorgaba el
benecio de veracidad al que inciaba la acción, pero
en caso de duda entre acusador y acusado, se so-
metía al juicio del dios, mediante la ordalía uvial,
por ejemplo. Y aquí se iba más lejos, pues si el acu-
sador no podía probar lo que decía, era condenado
a muerte. Si uno no podía demostrar cómo había
llegado a su poder cualquier objeto, por no tener
testigos de la compra o contrato de adquisición, era
culpable de robo y ejecutado. El ladrón que aprove-
chaba un incendio, si era cogido in fraganti, esto
es, dentro de la casa apoderándose de bienes, era
arrojado al mismo fuego. Si se robaban bienes del
Templo o del Palacio, la compensación alcanzaba
hasta treinta veces lo robado, pero sólo diez veces
12 Éxodo, 22.7; 8-9; 10-13.
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si el autor era un muskenum, y se le daba muerte
si no podía pagar lo prescrito. No había atenuantes
y salvo si la víctima era el Palacio o el Templo, el
robo era castigado con la muerte del ladrón (Jack-
son, 1972,161- 170)13.
En el Código de Hammurabi estaba garantizado
el derecho de las víctimas a buscar los objetos que le
habían sido robados, en cualquier casa donde con-
siderara que pudieran estar escondidos, por lo que
todas las casas debían estar abiertas a admitir este
tipo de examen. Todos los implicados en un robo,
tanto los denunciantes como dueños de los bienes,
y los que pudieron venderlos o comprarlos, debían
presentarse ante los jueces y jurar ante el Dios. Es-
tos jueces, oídos los testimonios de cada uno y el
juicio del Dios, decidirían quién era el ladrón, que
sería ejecutado, y las compensaciones económicas
serían de cinco veces el valor de lo robado, pues to-
dos están obligados a resarcir los daños que provo-
caran (Szlechter,1983, 55-137)14.
El mundo homérico, supuestamente reejo en
gran parte del mundo en el que vivió su creador, la
sociedad del siglo VIII, nos traslada a un entorno
plenamente regido por la dike, la costumbre, los
usos y prácticas cotidianas. Se trataba de un mundo
bárbaro ajeno al nomos, la ley como producto de
la polis, la institución que transformó la mera villa
habitada. En aquel mundo recreado por el rapsoda,
no existía ni crímenes ni criminales sensu strictu,
porque la tipicación del error o falta, de cualquier
actuación que pueda constituir una infracción a la
pauta social, una amenaza para la comunidad, no
se habia producido aún, de modo que los errores o
faltas se pagaban o vengaban en el seno de la fami-
lia (Bonner, 1911,18 y 32). El relato homérico es en
parte una imagen de la Grecia de la Edad Obscura,
un tiempo en el que todo estaba aún en ciernes y
que con las salvedades precisas nos evocaba el entor-
no de la comunidad primitiva asentada en las coli-
nas del tramo nal del rio Tïber, y que tras salida
de los etruscos a comienzos del siglo VI, iniciaba
la lenta elaboración de sus primeras instituciones y
normas dirigidas al colectivo, de la mano de quienes
13 Código de Hammurabi, 1, 2, 3, 7, 8, 11, 25, 30;.
14 Código de Hammurabi, 9; 10; 11; 12; 53. En el códi-
go de Lipitishtar de Isin, (1934-1924 a. de C.) art. 14 y 15, si
alguien era sorprendido robando en el jardin de otro, debe-
ría pagar 10 siclos de plata, cf. art. 12, de las Leyes de Esh-
nuna, coetáneas del código, acaso del rey Bilalama, y si era
sorprendido cortando un árbol ajeno, media mina de plata,
por linaje y jeraquía venían siendo sus dirigentes
desde siempre (Bonner, 1911, 20)15.
El mundo reejado en la Iliada es el de los me-
jores, aristoi, los nobles, los únicos cualicados
para adoptar severas decisiones y duros castigos.
Un rigor en el comportamiento que nos recuerda
al que exhalaban las Doce Tablas. El griego de los
tiempos más antiguos era un mundo de relaciones
gentilicias, conexiones de sangre, actividades pri-
vadas, el ámbito de la venganza y el talión, donde
la autoridad superior se identicaba con el (w)anax
y aún éste era un mero instrumento de los dioses16.
Los problemas, conictos y litigios se planteaban
y resolvían en la intimidad y con las normas que
aquellas linajudas familias habían venido obser-
vando desde siempre. Eran las costumbres de los
principales, copias de las de los dioses – en realidad
al revés -. De haber tenido leyes escritas – era un
tiempo aún sin escritura –, aquella sociedad cree-
mos que nos ofrecerían textos no menos escuetos,
lacónicos y abstrusos con relación a sus enunciados
y contenidos, que los que tenemos de la Ley de las
Doce Tablas, tres siglos después.
En los poemas homéricos, el robo de ganado
y la piratería fue algo extremadamente común.
Si el robo se trataba de cantidades pequeñas, que
afectaban sólo a la víctima y su familia, éste debía
procurarse alguna forma de autoprotección, pues la
resolución del asunto competía a ese nivel de perju-
dicados en exclusiva. Si lo robado suponía una cier-
ta cantidad de bienes, cuya pérdida podía resentir la
estabilidad de toda la comunidad, entonces era ésta
quien actuaba para salvaguardar los intereses y res-
taurar el equilibrio de la misma. Además, la víctima
de un robo podía reclamar los bienes robados ante
la comunidad a la que pertenecía el ladrón, arries-
gando con ello la vida ante la imprevisible reacción
de los reclamados. Así, Telémaco, el hijo del laérti-
da, en sus retóricos reproches a los dioses por lo que
consideraba su cruel hado, conesa que si le robaran
sus bienes, lo único que le cabía hacer, según sus
propias palabras, era implorar por toda la ciudad
que el ladrón se los devolviera y no cesaría de ha-
cerlo hasta que le fueran devueltos. No habría para
él árbitro o autoridad alguna a la que recurrir para
15 Hom. Il. III. 20.
16 Las disposiciones sobre enterramientos, tab. X, y
la referencia a la prohibición de reuniones nocturnas, tab.
VIII. 14-15, parecen impuestas por una autoridad superior,
pero no necesariamente tiene que ser pública, o producto
de interpretaciones posteriores sobre sodalicii y collegia.
86 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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reparar el daño sufrido (Puhvel, 1983, 226; Bonner,
1911, 21)17.
En el ámbito de las compensaciones éstas debían
estar a la altura de la categoría de los personajes im-
plicados. Así fue la que Agamenon, rey de Micenas,
ofreció a Aquiles, rey de los mirmidones, por haber
robado la esclava Briseida de la tienda del propio
Aquiles. Como por ello éste se negara a luchar, Aga-
menón le ofreció siete tripodes no tocados por el
fuego, diez talentos de oro, veinte calderos pasados
por el fuego, doce caballos campeones en carreras,
siete mujeres lesbias, expertas en intachables labo-
res, y si conseguía arrasar Troya, las naves de Aqui-
les cargadas de oro y bronce hasta que rebosaran,
veinte mujeres troyanas que él escogiera y una de
sus tres hijas en matrimonio con su dote18.
Según Megastenes – viajero y geógrafo griego
de tiempos de Seleuco I Nicator, comienzos del si-
glo III a. de C. - cuando él visitó el campamento
de Sandrocoto, rey hindú que sublevó la región del
Punjab a la muerte de Alejandro, en todo el tiem-
po que estuvo no vio que se informase de articulos
robados de un valor superior a doscientos dracmas,
y ésto sin tener leyes escritas, pues desconocían la
escritura y se administraban a partir de la memoria
esto es, los usos y hábitos, la costumbre en deni-
tiva -. Pese a lo cual prosperaban, escribía Estrabón,
debido tanto a su simplicidad como a su sobriedad,
que debía alejarles de la apetencia de riquezas. Es
más, los bienes que tenían en sus casas normalmente
los dejaban sin vigilancia19.
En la Atenas Clásica la búsqueda de objetos ro-
bados fue un procedimiento bien asentado en la
costumbre. Platón, que vivió el nal de los mejores
tiempos de la democracia de aquella ciudad, infor-
maba que la búsqueda sólo se permitía si el buscador
tenía la seguridad de que los bienes robados iban
a ser encontrados en la casa señalada, y se hacían
votos a los dioses ofendidos por la intromisión que
suponía buscar en casa ajena. Había por tanto un
margen de consideración y respeto para el dueño
de la casa que se iba a penetrar (Radin, 1948, 445)20.
17 Od.II.75-80, Una ley de Cumas, colonia fundada en
el siglo VIII, sobre el asesinato, daba la razón a la parte de
la causa que presentara más testigos, lo que se consideraba
muy primitivo, Arist. Pol. II.1269A.19.
18 Hom. Il. IX. 107; 120.124; 128; 135-140; 146.
19 Str. XV. 1. 53.
20 Isae. VI, 42, Cf. el escoliasta de Las Nubes, 489, de
Aristófanes, y Pl. Leg. XII, 7, 954A.
Una noticia de la oratoria contemporánea a
Platón, probaba que la búsqueda informal, con tes-
tigos, estaba contemplada en la ley ateniense. Las
hijas y herederas de un rico ciudadano - un tal Euc-
temón - ya difunto, buscaban los objetos que había
en la casa de su padre, que habían sido llevado a una
vivienda contigua. Preguntados los esclavos de la
casa, dijeron que habían sido los adversarios quienes
habían llevado los bienes a la casa de al lado, por lo
que se exigió inmediatamente una investigación de
acuerdo con la ley y se reclamó la entrega de los es-
clavos que las habían transportado, pero los respon-
sables se negaron a cumplir la ley21. Platón describe
cómo debía realizarse la búsqueda siguiendo ciertos
pasos. La primera parte de la noticia parece descri-
bir lo que la costumbre había consagrado para este
tipo de asuntos. Quien deseara entrar en una casa a
buscar los objetos que le habían sido robados, debía
desnudarse hasta quedar sólo con el vestido corto, la
prenda interior, sin cinturon o ceñidor. El término
empleado para desnudo, gimnos, era similar al nu-
dus latino, que en realidad no signicaba desnudo
literal sino con la sucinta ropa interior, con ceñidor
o cinturón o sin él, como es el caso. Es más, en un
pasaje de Las Nubes, la comedia de Aristófanes,
el lósofo Sócrates pide al campesino Estrepsiades
que se quite la capa para entrar en una casa, pues
esa era la costumbre, entrar con la ropa más ligera,
que era entrar como desnudo. El campesino acepta
aunque reacio, aduciendo que – de entrar vestido
– no pensaba robar nada, luego esa “desnudez” ser-
vía para evitar que el buscador se llevase nada de la
casa. A lo que Gayo, el comentarista del siglo II d.
C., añadía otra explicación, la de introducir objetos
entre la ropa y culpar al dueño de la casa del robo
de los mismos22.
El buscador antes de entrar debía haber jurado
por los dioses que esperaba con certeza encontrar
los objetos robados. No se dice que debiera portar
objeto alguno en las manos, como se interpreta en
la tradición de las Doce Tablas. El dueño de la casa
debía permitir buscar tanto entre los objetos que
estaban a la vista como entre los que estaban bien
guardados. Si se oponía, el buscador podía acusarle
ante el tribunal y exigirle una compensación por el
valor tasado de los objetos robados. Se le considera-
21 Isae., VI.42. Iseo, maestro de Demóstenes, actividad
en la primera mitad del siglo IV a. de C.
22 Ar. Nub. 497-505.
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ba por tanto como ladrón de los mismos, y la com-
pensación suponía el doble del valor de lo robado.
En la segunda parte de la noticia, se alude al
procedimiento a seguir en caso de encontrarse con
algún inconveniente durante la búsqueda. Este in-
conveniente se daba si el dueño de la casa estaba
ausente, lo que indicaba que la búsqueda podía efec-
tuarse por sorpresa, sin comunicarla previamente al
dueño de la casa. En este caso el buscador parece que
se ajustaba ahora a una búsqueda formal, la regula-
da por ley, que le obligaba a esperar el regreso del
dueño hasta cinco días y buscar mientras entre los
objetos a la vista. Si pasados los cinco días el dueño
seguía ausente, entonces el buscador podía mirar en
donde se guardaban los objetos que estaban fuera
de la vista, pero debía hacerlo en presencia de guar-
dias urbanos, además de cuantos en ese momento
estuvieren en la casa, dejándolo después todo como
se lo hubiese encontrado. En función de las circuns-
tancias por tanto, se podía pasar de una búqueda
informal a la regulada por la ley, la formal con pla-
zos y testigos (Cohen, 1982, 142; Walker, 1920, 132;
Marchant, 1890, 102; Muñiz Coello, 2007, n. 102)23.
3. roma en eL sIgLo V. contexto socIaL y
económIco de La regIón
Conocido el contexto político en el que se apro-
bó la Ley, según la tradición de Livio y Dionisio
de Halicarnasos, puede ser signicativo que conoz-
camos algunos aspectos del entorno social y eco-
nómico del Lacio en el siglo V. La arqueología ha
nombrado los siglos que van del 770 al 580 a. de C.
como periodos Lacial III y IV. En ellos crecieron y
evolucionaron las comunidades que dieron lugar a
la Ley de las Doce Tablas. Establecer este contexto
cuenta con no pocos problemas, que constituyen
un serio debate entre los historiadores y en el que
no deseamos entrar. No sin razón, alguien dijo que
la historia de la Roma Primitiva, era un atolladero
o cenagal en el que la ausencia de puntos sólidos de
salida, sólo permitía construir castillos de naipes.
Pero creemos que sí se pueden dar algunas líneas
sobre el desarrollo de la comunidad que ocupó las
colinas y espacios intermedios (Motta & Terrenato,
2006, 227)24.
Una sucesión de tumbas de ricos ajuares exca-
vadas en Italia Central, fechadas en los siglos VIII
23 Pl. Leg. 857 A; 954 A-B.
24 Para estos autores, la Epoca Arcaica concluía hacia
el 480.
y VII, y en especial en las fases Lacial III y IV A,
770/620 a. de C., concluyen el Periodo Orientali-
zante, hacia el 580 a. de C. En ese tiempo – 770-580
a. de C. -, la región había experimentado muchos
de los cambios sociales y económicos que en Gre-
cia y Etruria habían transformados sus sociedades
de simples villas a organizadas ciudades-estado, las
poleis en las que se daba ahora un desarrollo de sus
actividades metalúrgicas, las manufacturas cerámi-
cas, el incremento de la producción agrícola y nal-
mente el de sus poblaciones. En tal contexto de ac-
tividades es cuando aparecen las élites locales cuya
riqueza consolidaba un status social, una autoridad
religiosa y un poder político (Forsythe, 2005, 58). .
Los fundamentos políticos y religiosos en los
que Roma se cimenta, la arquología los rastrea des-
de la segunda mitad del siglo VII, 650/600. En ese
tiempo las cabañas que había en el área del foro fue-
ron paulatinamente substituidas por casas, y en el
lugar donde se levantó la regia las calles ya eran de
tierra apisonada. Hacia el 600 en la zona del comi-
tium se construyó un edicio con techo de tégulas
compatible con la primera curia Hostilia, el sena-
do del rey Tulo Hostilio. Unos años después, ha-
cia el 580, el comitium fue cambiado de uso y hay
restos que parecen indicar que hubo allí un culto a
Vulcano, donde además apareció la inscripción de
la llamada Lapis Niger, losa de piedra con inscrip-
ción arcaica supuestamente conectada con el sepul-
cro de unos de los reyes de Roma, para alguno del
mismo Rómulo (Ampolo, 1980, 569, 570 y 574).
En ese lugar, junto a la Via Sacra, hacia el 600 se
levantó la citada regia, que llevaba techo de tégulas,
y que poco después, hacia el 580, fue sustituido por
otro más grande, con una decoración arquitectóni-
ca que llevaba adornos de terracottas. También en
las proximidades se encontraron materiales del nal
del siglo VII que conectaban con un culto a Vesta,
cuyo templo se alzaría hacia el 560, según la fecha
de la cerámica ática encontrada.
Antes incluso de que la Ciudad existiera, aque-
llos ricos enterramientos citados anteriormente do-
cumentaban comunidades que habitaban las colinas
del curso bajo del Tíber, y el poder y la riqueza de
una aristocracia arcaica anterior a la llegada de los
etruscos a Roma en el relato de la tradición. Es-
tas comunidades estaban lideradas por una élite de
hombres ilustres y distinguidos, que a su vez eran
jefes de sus respectivos clanes o linajes. Consistían
éstos en familias extensas, en ocasiones integradas
88 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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por cientos de individuos, cuya anidad era con-
vencionalmente aceptada por considerarse todos
ellos descendientes de un antepasado o ancestro c-
ticio común, y compartían el mismo nombre iden-
ticativo de familia. Estos líderes familiares eran
los individuos más viejos y dirgían el clan mediante
una estructura patriarcal de relaciones horizonta-
les entre sus miembros consanguíneos – hermanos,
tíos, primos, sobrinos, etc., - y verticales entre los
subordinados – clientes, libertos, esclavos (Francio-
si, 1999; Motta & Terrenato, 2006, 229).
El clan o gens solía estar arraigado a un paraje
o territorio concreto, que los miembros del mismo
explotaban en parcelas agrícolas individuales, y
unos terrenos cercanos de pasto y bosque de apro-
vechamiento comunal. Todos los clanes vecinos y
próximos sabían que este territorio pertenecía y
era explotado por el clan concreto del que se tra-
tara. En algún momento los jefes de los clanes de-
cidieron darse un poder superior que centralizara y
organizara las actividades de todas las familias, un
instrumento de mayor eciencia que podía justi-
carse desde el momento en que el primitivo e in-
cipiente núcleo urbano pasó a ser el foro donde se
resolvían los conictos. En ese lugar-foro los clanes
negociaban acuerdos y buscaban fórmulas y vias de
compensación para los litigios que mantenían, que
substituían a la venganza y la violencia, a la que
en última instancia no renunciaban. Ese poder su-
perior creado, embrión del futuro estado romano,
la realidad de los hechos muestra que estuvo lejos
de ejercer coerción absoluta sobre sus ciudadanos,
y durante mucho tiempo el nuevo poder público
y el tradicional poder privado evolucionaron por
separado, estando el primero como opción para
responder a los conictos de los segundos, si éstos
lo apelaban (Motta & Terrenato, 2006, 229 y 230;
Cifani, 2005, 314; Mitchell, 1996, 260)25.
De hecho, los líderes de aquellos clanes, ya ver-
daderos aristócratas, permitieron que progresaran
los nuevos poderes públicos sin abandonar su posi-
ción como señores feudales. Sus amplias prerroga-
tivas gentilicias siempre mantuvieron una extensa
área de privilegio y autoridad que abarcaba muchas
esferas y contextos. Aquellos nobles tuvieron siem-
25 Estos autores subrayan la ausencia en las Doce Tablas
de cualquier mención de propiedad comunal, lo que creemos
que, dado el estado en que aquel documento nos ha llegado
y que ese tipo de propiedad afectaba sólo a un tipo concreto
de explotación, como eran los bosques o pastos, responsabi-
lidad del clan, no es concluyente.
pre presente que ellos mismos, de la misma forma
que lo habían creado, podían reducirlo temporal-
mente o revocarlo, si se sentían perjudicados. Es
más, se tenía garantizada la no interferencia de
lo nuevo sobre lo viejo, desde el momento en que
quienes ostentaban la representación de lo público
eran los mismos que lidearaban desde antaño los in-
tereses de las principales familias de la comunidad
(Motta & Terrenato, 2006, 230. Poder moderado
de los clanes, Cifani,2009, 324; Cifani, 2002, 255).
La Ley publicada en el 449 creemos que reeja-
ba algunos de los principales aspectos económicos
y sociales de la Roma de esa época, y además, las
de un pasado inmediato, que en función de la dura-
ción o permanencia de los recuerdos, podría abarcar
hasta el comienzo del siglo26. La arqueología parece
demostrar que en el plano económico, el siglo V fue
de baja producción agrícola respecto del anterior en
el que ya ésta era de mera subsistencia. Se trataba
de una economía plenamente autárquica y decaí-
da, condición ésta propiciada además por las malas
condiciones de las comunicaciones y los transpor-
tes. Los cultivos testimoniados eran el trigo farro,
la cebada, la espelta o escanda y el mijo, que consti-
tuían una dieta austera que se complementaba con
algunas legumbres y vegetales de jardín. Las viñas
y olivos estuvieron presentes desde comienzos del
último milenio pero de manera casi testimonial, su
presencia se fue incrementando a lo largo del tiem-
po, llegando en el siglo V a constituir un signi-
cativo pero moderado complemento alimenticio
en el sustento cotidiano (Drummond, 1989, 117 y
118; Motta & Beydler, 2021, 405-406, Harris, 1989,
152)27.
26 En una sociedad sin uso extendido de la escritura, la
transmisión y conservación de noticias y eventos sin soporte
material, puede alcanzar un par de generaciones hacia atrás,
tiempo necesario para que ese tipo de noticias se incorpore
en las pautas de conducta y el paso del tiempo no las diluya.
27 Los asuntos políticos tratados en las Tablas son po-
cos, como el de la prohibición de reuniones nocturnas, Tab.
VIII. 26, de modo que lo principal son asuntos de de dere-
cho privado, las Tablas no suponen evidencia literaria para
la agricultura previa al siglo V. Aunque la fecha transmitida
para la publicación de las Tablas es comúnmmemnte ad-
mitida, hay dudas razonables sobre la misma. Las noticias
sobre todo ello están cargadas de material apócrifo y hay
motivos para sospechar que esta fecha, 451/449, por razones
patrióticas fue jada demasiado temprano. La historia del
edil del 304 Cn. Flavio que introdujo la ley civil, mantenida
hasta ese momento en secreto por los sacerdotes, diculta
la correcta comprensión del conjunto, por lo que la fecha
original de las Doce Tablas podría ser irrecuperable.
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Sin los metales que dieron prosperidad a las ciu-
dades etruscas, este panorama era el reejo del Lacio
más pobre. Tenemos seiscientas tumbas excavadas
en la Osteria dell’ Ossa, a unos veinte kilómetros al
Este de Roma, ilustran la II y III (900-720 a. de C.)
fase Lacial cerca de Gabios. Sus ajuares funerarios
eran modestos, casi pobres, con pocas variaciones
de riqueza entre ellos, y mostraron una economía
más bien exigua, sin grandes jerarquías. Se usaba la
inhumación y en menor escala, la cremación para
los soldados, que se enterraban con sus armas (Fors-
ythe, 2005, 54-58). No muy diferente a como eran
las cosas a mediados del siglo V.
Un sector económico frágil que junto a un inci-
piente comercio y un artesanado aún testimoniales,
constituía la base del cuerpo social de la Ciudad a
comienzos de la República. Con relación a los in-
tercambios, el consumo conspicuo de la elite esti-
muló el comercio de objetos exóticos de lujo, pero
el valor total de estos intercambios debió ser muy
bajo en el conjunto de la economía, y además de-
clinó a mediados del siglo V, coincidiendo con la
aprobación de las Tablas. Estos intercambios fueron
actividades ejercidas por extranjeros, gentes ajenas
a las comunidades y en general, de baja estima so-
cial. En cualquier caso, no conservamos en aque-
lla Ley ninguna referencia a tratos que impliquen
transacciones comerciales, operaciones asimilables
al crédito, producción industrial o inversiones. Lo
único que en este contexto de asuntos se cita es la
res mancipi, esto es, las propiedades, animales de
tiro y los derechos de paso, de conducir carros ti-
rados con animales o usar tomas de agua a través
de propiedades ajenas. Todo ello conectado como
veremos, al mundo agrario (Motta & Beydler, 2021,
406; Cornell, 1995, 287)28.
Las Doce Tablas nos revela una sociedad carac-
terizada por una economía premonetaria y un bajo
nivel de desarrollo estatal, de lo público en general,
distinto al desarrollo plano y atemporal narrado en
la tradición literaria. Aquella fragilidad económica
se correspondía con un tejido social marcado por
grupos de autoayuda o redes de dependencia, en las
que por ejemplo, las deudas se gestionaban dentro
del proceso de relaciones de servicio, subordinación
y reciprocidad entre los individuos. Se trataba de
una comunidad regida por normas ancestrales, las
28 Hay un comercio de productos de lujo de largas dis-
tancias, con productos como el vino y el aceite, en tiempos
arcaicos realizados por etruscos, griegos y fenicios, que en el
Lacio es menos signicativo.
normas de los clanes, con alguna evidencia de au-
toridad central, cuya intervención se solicitaba en
ocasiones para ciertas acciones, dentro de una difu-
sa y compleja estructura de relaciones y de poder.
Sus preocupaciones básicas eran las que se reejaban
en la vida cotidiana y los mandatos de aquella Ley
eran la sanción de cuanto la comunidad de los ro-
manos venían practicando y consagrando en una
tradición de generaciones (Van der Puy, 2017, III,
115 y 129).
En una primera impresión, las normas conteni-
das en aquella ley arcaica parecen ir dirigidas a un
pequeño o mediano propietario o poseedor de una
parcela de tierra de cultivo de subsistencia. Nada de
lo conservado nos lleva a pensar que se tratara de
grandes ncas o cultivos extensos. No se habla de
de villae, fundi, praedia o latifundia, términos
de uso más o menos habitual en los tiempos pos-
teriores y que nos lleva a un mundo de explotacio-
nes más amplias. Las Tablas hablaban del hortus,
no como el jardin de nales de la República, sino
en el sentido de un heredium, esto es, la heredad,
una parcela de dos iugera, extensión ciertamente
ajustada, una media hectárea, que la tradición con-
sagraba como canónica al atribuir al fundador la
distribución de parcelas con esta supercie entre los
ciudadanos. Este era el tipo de explotación al que
las Tablas aluden, un campo de extensión moderada
trabajado por una familia nuclear, que reside en mí-
seras habitaciones, tuguria, especie de chozas con
techo, como la que la tradición indica que sirvió de
vivienda al mismo Rómulo, y que se seguía usando
en tiempos posteriores como domicilios de los más
prestigiosos personajes, como el dictador y cónsul
Lucio Quincio Cincinato, a principios del siglo V,
el tres veces cónsul Manio Curio Dentato, que ex-
pulsó a Pirro de Italia, o la extensa familia de los
Tuberones, aún a nales de la República (Hermon,
1994, 500)29.
29 La mayor parte de lo que se atribuye a las Tablas
no puede haber emanado de la sociedad del siglo V, sino
anterior, en opinión de Mitchell,(1996), 261, con la que dis-
crepamos. Isid., V. 25.11; CTh., II. 26, 5; Dig. X. 1.13.3; 2.
57; Plin. HN. XIX. 19. 50; Livio, III. 13.10; 26.9; XLII.34.2;
Plut. Aem. V. 7; Cat. Ma. II.1; Cic. Leg. I. 21. 55; Festus,
91L; 486L; según decía Mesala en su comentario de las Doce
Tablas, Festus, 355. Tab. VII. 3b; Dig, X. 2. 57; L. 16. 180-
181. Para Hermon no hay possessio de ager publicus hasta
después de las Tablas. El tugurium, como símbolo de po-
breza, pero tambien de austeridad, rigor y severidad en el
talante de aquellos primeros gobernantes que fueron, en la
tradición, ejemplo posterior de la grandeza de la República.
90 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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Eran comunidades que vivían en y del campo,
de sus contadas cabezas de ganado, sus cultivos y
los productos de sus huertas. La ganadería como
actividad extensiva no desempeñó un papel im-
portante en la sociedad rústica del siglo V, como se
desprende del hecho de que no conservamos nor-
mas en este sentido. Naturalmente hubo cerdos,
ovejas, cabras y bueyes, pero sin grandes rebaños,
muy repartidos entre las familias, y los animales de
mayor tamaño conectados no al consumo de carne
sino a la producción de leche y la tracción (Cor-
nell, 1995, 287; Motta & Beydler, 2021, 404). Era
el común del campesinado, gente de recursos eco-
nómicos justos o escasos, que apenas obtenían de
la tierra lo necesario para subsistir. Ciudadanos que
con sus familias llevaban una vida precaria, siempre
inseguros ante los imprevistos y avatares que podía
afectar a todo el proceso agrícola. Vivían a un paso
de la privación y la hambruna por las sequías, o el
exceso de lluvias, las plagas, el robo o el fuego. O
cualquier otro revés imprevisto o abstruso, además
de la maldición formulada por el rival, vecino o no,
de indudable utilidad para justicar lo incompren-
sible e inexplicable (Ward, 1990, 18 y 19; Cornell,
1995, 287)30.
En este precario escenario, cualquier daño, per-
juicio, pérdida o adversidad adquiría una notable
repercusión, que no podía ser dejada a un lado. Las
normas de aquella Ley trataban de cuestiones de
interés común, en el ámbito de la convivencia coti-
diana entre vecinos, y tocaban aspectos de carácter
práctico como la conservación de caminos entre
ncas y la preservación de las lindes de las parcelas.
Los caminos que daban acceso a las ncas debían
tener unas medidas concretas y sucientes, con
anchuras ajustadas que se ampliaban en las curvas,
para facilitar su uso por los carros de transporte,
permitiendo que en caso de que no se mantuvieran
tales medidas, las bestias de tiro pudieran transitar
30 Hacia 450, la población puede haber estado en tor-
no a los 122.000 habitantes, T. Frank estimó 125.000 en
443. En 459 a. de C., ager Romanusm se extendía por 785
km2, y en 420 a. de C., hasta los 880 km2, Terminalia y
Robigalia eran estas conectadas con la protección d las
cosechas, y Lupercalia y Parilia, de los ganados, Motta &
Beydler,(2021), 404 y 408. En la Edad de Hierro (900/700)
y Periodo Arcaico (600/500) se da un mosaico de peque-
ñas granjas aisladas en combinación con edicios rurales
de tamaño medio, los mejores ejemplos de los cuales se han
excavado en Torrino, Acqua Acetosa, Laurentina, y en el
Auditorium, en el antiguo territorio de Roma.
por donde quisieran31. Así, uno de las pautas conser-
vadas jaba en dos pies y medio el espacio libre que
debía dejarse entre un muro y el del vecino (Motta
& Beydler, 2021, 406; Van der Puy, 2017, iii. 129)32.
El criterio jado para los daños causados establecía
una satisfacción proporcional, y debía responder a
los intereses de los vecinos según lo observado en la
costumbre. De esta manera, los daños causados por
un animal serían compensados mediante un acuer-
do entre el dueño del mismo y el perjudicado, jan-
do la entrega del animal causante del daño a éste, si
no se avenían sobre el pago. Igualmente, se jaba
en veinticinco piezas de cobre el pago al dueño por
árbol dañado, o el derecho del dueño de los frutos
del árbol caidos en la nca contigua, a recogerlos.
Aunque si esos mismos frutos eran comidos por el
ganado que estuviera pastando en su nca habitual,
no cabía acción ninguna, pues el ganado pastó en su
nca, no en la ajena33. Reglas todas ellas extraídas
de experiencias acumuladas de casos concretos, sin
la voluntad de sacar un enunciado que ampliara la
aplicación de las mismas a un mayor contexto.
Dentro de la responsabilidad personal por daños
causados, voluntariamente en este caso, se apuntaba
un asunto relevante en el entorno agrario y social
reejado en las Tablas. Se trataba de los daños cau-
sados por prácticas y ritos que se englobaban den-
tro de la magia, en las parcelas consideradas en su
conjunto de viviendas, cultivos, personas y ganado.
Aunque cualquiera sin ser necesariamente campesi-
no o vivir en el medio agrario, podía inigir daños
en la propiedad agraria de otro, mediante rituales
de encantamiento o ensalmos, la pauta de la Ley
recogía los casos habituales, que solían ser el resul-
tado de las rivalidades, recelos y discusiones entre
campesinos vecinos. De hecho las prácticas mági-
cas, los encantamientos y hechicerías, gozaron de
fuerte implantación en todo el Mundo Antiguo,
como una actividad bien secundada y desarrollada
31 Tab. VII.2-7; Varr., ling. VII. 15; Cic. Caec. 54; de
leg., I, 21. 55; Gai., Dig. X. 2. 57; L. 16. 235, pr.; Gai., Dig.
VIII. 3. 8 ; 3.13.1-3; Gai., l. 4 ad XII tab., Dig. X. 1, 13 /
3; Plin., HN XIX. 4, 50; XVIII. 39; Fest., 89L; 91 L; 486;
508L; L; Non., V. 430-431 Mercerus; Isid. V. 25, 11; CTh.,
II. 26. 5.
32 Tab. VII.1; Varr. ling., V. 22; Cic. top. 24; CIL VI,
29788; Fest. 5 L; 15 L; Isid. XV. 16. 12; Maec., Ass. Distr.,
46; Dig. VIII. 2. 14. No hay evidencia literaria para la agri-
cultura anterior a la República.
33 Tab. VII. 10 (VIII.7); 1 (VIII.2; 11); Ulp. Dig IX. 1.1
pr.; XIX. 5. 14. 3; Paul. Sent., 1, 15, 1; Plin. HN XVI. 5.15;
XVII.1.17; Fest., 246 L; frag. Gai August., 4, 81.
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de forma paralela a las creencias y prácticas religio-
sas tradicionales.
Ya Homero menciona una ceremonia de encan-
tación contra el sangrado, en la Odisea, y supra
aludiremos al espejo como instrumento de bús-
queda de los objetos robados en casa ajena34. En el
medio agrario se creía que con la magia se podía al-
terar, perjudicar o dañar irremisiblemente cualquier
cosecha, de modo que los pocos individuos que te-
nían los conocimientos necesarios para hacerlo, lo
practicaban interesadamente de forma oculta, por
la noche, sin testigos, en soledad y murmurando
sus encantamientos en voz baja. De hecho en al-
gunas comunidades primitivas contemporáneas las
propiedades podían estar protegidas por tabúes, que
envolvían en castigos automáticos a cualquier mal-
hechor o ladrón que pretendiera perjudicarlas (La-
buschagne & van den Heever, 1991, 363)35. Esa era la
clase de magia que se exponía en las Doce Tablas, en
este caso prohibiéndola tasativamente, a causa de
las misteriosas y nefastas inuencias que las supues-
tas víctimas denunciaban y aseguraban que podían
ejercer sobre sus campos, el medio de vida de la co-
munidad rústica de la época36. En la segunda mitad
del siglo I d. C., escribía el naturalista Plinio que
el acervo popular seguía manteniendo tal creencia
y cuando por ejemplo, el campo de un liberto lla-
mado C. Furio Crésimo cosechó frutos más grandes
que los de los vecinos, que explotaban campos más
extensos, en medio de la envidia de aquellos surgía
la sospecha de que hubiera echado algún tipo de
maldición a sus cosechas. En opinión de Apuleyo,
un siglo después, la magia era una práctica tene-
brosa y horrible, tan pestilente y abominable, que
no podía sino ser castigada de la forma más severa
(MacCulloch, 1908/1927, 256; Trigger, 1963,164)37.
34 Hom. Odysea, XIX. 457, encantamiento contra el
sangrado.
35 Quien usa bienes robados puede sufrir perjuicios por
tal uso, a causa de la magia, y si por ello muere, los bienes
deberían ser enterrados con él o quemados.
36 Tab. VIII.1 qui malum carmen incantassit…
(quive) occentassit carmen cond(issit), … Plin., HN XX-
VIII. 2. 17; Fest., 190L; Cic. rep. IV 10. 12 ap. Aug., de civ.
Dei, II. 9; Tusc., IV. 2. 4; Brut. 217; Aug., de civ. Dei, II.
12-14; Hor. epist. II. 1. 152-155; Corn. Ad. Pers. Sat.,1, 123;
Porph. ad Hor. Sat., II. 1, 82-83; ad Her., IV. 25. 35; Dig.,
XLVII. 10, 15, 3; L. 16. 236, pr.; Arnob., adv. gent., 4, 34;
Paul., Sent., 5, 4, 6; Dig., L. 16, 236, pr.
37 Tab. VII (VIII). 3a; Plin. HN XVIII. 6. 41; Apul.
apolog., 47. 3-4; Aug. de civ. Dei, VIII. 19; Tibul. I. 8.19;
En la comunidad india de los hurones, las personas cogidas
Estas creencias venían de generaciones, forma-
ban parte de las convicciones de los campesinos y
la ley del 449 lo que hizo fue sancionar por escrito
las respuestas que éstos venían dando a esta clase
de problemas desde tiempos pasados. Desde ese
momento, los culpables de aquellas prácticas eran
sacricados a la diosa Ceres, igual que los que roba-
ban el pasto del vecino o su cosecha, aprovechando
la noche y con sigilo, castigo éste más duro que el
asignado al homicidio. En tiempos posteriores, si
el culpable era menor de edad, se le apaleaba a dis-
creción del pretor y se jaba el pago doble como
compensación del daño producido38. De la misma
forma, con la muerte en el fuego tras ser apalea-
do, pagaba quien quemara deliberadamente el trigo
apilado cerca de la casa, y si lo hizo por accidente
o negligencia, debía reparar el daño, y si no podía,
sufriría un castigo leve (Cifani, 2009, 312)39.
En suma, el robo de pasto o cosechas, la destruc-
ción intencionada de éstas o de las casas, suponía el
castigo más severo, la muerte. En estos casos no se
contemplaban atenuantes, que fuese de día o que el
autor no mostrara resistencia. Cuando el robo era
de objetos no especícamente vinculados al mundo
agrario, acaso por no considerarse de vital impor-
tancia para la subsistencia de las víctimas, entonces
se valoraban las circunstancias del mismo, y se dis-
tinguía entre noche o de día, libre y esclavo y resis-
tencia armada o no, y aparecían variables y niveles
dentro del mismo delito, que actuaban como ate-
nuantes o agravantes. Esto era fruto de los comen-
tarios de los juristas, que inuían en la regulación
nalmente aprobada por el pretor40.
Importante elemento para asegurar la convi-
vencia comunitaria era delimitar algún grado de
responsabilidad personal por daños causados a los
vecinos. De modo que si un árbol sobresalía en la
parcela de otro, éste podía cortarse hasta una longi-
tud de quince pies41, y todos los campesinos debían
in fraganti ejerciendo brujería, podían ser ejecutadas en el
acto por quien las descubriera, sin castigo para los ejecuto-
res. 38 Plin. HN XVIII. 3. 12; XXVIII. 4. 18; Sen. Qnat.
4. 7; Mart., Capella, 9 § 928; Serv. ad Verg.ecl., VIII. 71;
95-99; Schoell, VIII. 7; = Bruns, VIII, 8; = FIRA, VIII, 8;
Tab.VIII.9.
39 Gaius, l. IV ad XII tab.; Tab.VIII.10; Dig. XLVII.
9. 9.
40 Es lícito matar a un ladrón de noche, y a la luz si se
deende con un arma, Cic. pro Tull. XX. 47.
41 Tab. VII.9, si arbor in alienum imminet, quin-
decim pedes altius sublucato, Dig. XLIII. 27. 1; 27. 7-9;
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contener o encauzar las aguas de lluvia que proce-
dieran de sus parcelas para que estas aguas no da-
ñaran a las vecinas42. Finalmente, entre el consejo
y la norma, se pronunciaban las Tablas sobre algu-
nas cuestiones, fruto de la experiencia, cuyo segui-
miento redundaba en benecio de los cultivos. Por
ejemplo, se subrayaba el alto valor de los árboles, de
la madera como material de construcción, por lo
que se permitía la recuperación de maderas ya pre-
paradas para formas parte de la construcción de un
edicio o un viñedo. Una norma reforzaba el equi-
librio que debía existir entre la reproducción arti-
cial y el cuidado de plantas como las viñas (Van der
Puy, 2017, 137)43.
4. doce tabLas. contenIdo y transmIsIón
La Ley de las Doce Tablas, admirada y venerada
por los romanos de todos los tiempos como autén-
tica cuna del derecho, la ley de la que todos habían
oído hablar a lo largo de su vida, y de la que no po-
cos se jactaban de conocer sus contenidos, ocupaba
el espacio de doce tablas, número emblemático para
textos legales posteriores44.
Lo que de ella nos ha llegado, su sintaxis, orto-
grafía y fonética, delatan un largo e ininterrumpi-
do y proceso de modernización, en el que ciertos
enunciados han sido objeto de variantes bien esta-
blecidas, y otros se transmiten de manera claramen-
te inexacta (Drummond, 1989, 115; Guillem, 1967,
341-401; Van der Puy, 2017, 116-117)45. Las expre-
Paul., Sent., 5, 6. 13,
42 Tab. VII.8 si aqua pluuia nocet, arceto, Dig. XL.
7. 21, pr.; Cic. top. IX. 39; Paul., Dig. XLIII. 8, 5; XXXIX.3.
3. 3; 3. 1. 18.
43 tignum iunctum aedibus uineaue e concap(edi-
ne) ne soluito, Tab.VI.6 (VI.8), Fest., 502 L; Ulp. Dig. XL-
VII. 3, 1, pr.1; XLVI. 3, 98, 8; XLI. 1, 7, 10; 10, 4, 6; Paul.,
ad ed., Dig. VI. 1. 23, 6; Paul., Dig. 24, 1, 63; Gai., Dig.
XLVII. 3.1.pr; L. 16, 235, 1; quandoc sarpta, donec dempta
erunt…, Tab. VI.7 (VI.9); Fest., 474 L; 310 L. Platón, Le-
yes, VI. 760-761, y aparecieron luego de las Tablas, VII.8, en
Catón, agr. I.3; 155.1, Varrón, rust. I. 12. 1, y en Columela,
I. 6.24; II. 2. 9-10; II. 16. 4-5.
44 La admiración de Cicerón por Platón, le lleva a dar
el mismo título a dos de sus obras, las Leyes y la República,
por ejemplo. En realidad, parece que el número real fue diez,
como sabemos para la lex irnitana y la malacitana, lo
que podría hacernos pensar que acaso también fueran diez
las que se aprobaron a mediados del siglo V. De este modo,
toda la tradición sobre las dos tablas añadidas sería falsa,
vid. DION. HAL. X. 60. 5.
45 Un buen resumen de las vías por las que nos ha lle-
gado lo que conocemos sobre las Doce Tablas.
siones usadas en las Doce Tablas fueron adaptadas
al paso de los tiempos y a las nuevas formas del dis-
curso. Así, algunos vocablos cambiaron de signica-
do y las locuciones arcaicas fueron substituidas por
las formas que eran propias de cada momento. En
el siglo I d. C. Seneca constataba la forma en que de
manera habitual los intelectuales de cualquier época
sobrellevaban el cansancio por el uso repetido del
mismo lenguaje y la ausencia de nuevas ideas. Se
volvía al pasado para recuperar las viejas fórmulas
que, paradójicamente, debían reavivar las ya an-
ticuadas de sus propios dias. Así, se reestablecía el
lenguaje arcaico de las Doce Tablas, en su estricta
literalidad, y perpetuaban sin alteración los mismos
términos que los comentaristas y tratadistas ya ha-
bían encontrado abstrusos e incomprensibles, como
reliquias revestidas de toda la venerabilidad que
otorgaban los siglos transcurridos. De modo que a
la dicultad de entrada de evaluar un texto que se
transmitía dañado, fragmentado y muy incomple-
to, se sumaba la dicultad de intentar distinguir el
original, lo auténtico y dedigno, de lo modicado,
manipulado y añadido. Y ello, a lo largo de siglos
(en esta línea, Guillén, 1968, 80)46
Lo que en el año 449 se aprobó es descrito como
una ley que siguió los pasos previstos en la apro-
bación de leyes en tiempos muy posteriores. De
esta forma, la tradición avalaba aquel documento,
como cualquier rogatio elaborada por una autori-
dad pública, sometido a debate y nalmente vota-
da en la asamblea pertinente47. El documento era
un conjunto de restricciones e imperativos en un
lenguaje simple en la forma y a veces obscuro en
su fondo. Se ha pensado que esas normas no eran
tanto rigurosas exigencias a cumplir, como pautas
puestas por escrito de cuáles eran los acuerdos a los
que las familias de la comunidad romana habían lle-
gado con relación a los conictos particulares que se
describían, durante generaciones. Un grupo de per-
sonajes, a los que por su número llamaron decem-
viros, de cualicación, prestigio y larga experiencia
de jurisdicción, elegidos por el senado, recopilaron
un material fundamentalmente oral que contenía lo
que los usos y costumbres habían percibido como
correcto en un momento concreto, a la luz de la
experiencia (Crawford, II. 560; 561)48.
46 Sen. ep. 114. 13. Las Tablas, “de estilo conciso y sim-
ple”, DS XII. 26. 1. Algo que ya advertía Aulo Gelio, a través
del jurista Cecilio Africano, Gell. XX.1. 22.
47 Dion. Hal. X. 57. 5-7; Livio, III. 34. 6.
48 Las Doce Tablas exponían en el foro todas las cos-
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Se pensaba que aquellos modelos de resolución
de conictos, de estricto ámbito privado y en con-
secuencia, desconocidos para el pueblo en general,
podrían ser modelos de referencia para toda la co-
munidad en disputas similares. En su redacción
general aquel texto arcaico manifestaba una fal-
ta de habilidad para establecer generalizaciones o
abstracciones expresas, y su enunciado era el de la
casuística de cada caso. Muchas de las expresiones
empleadas con frecuencia ya resultaban incom-
prensibles, por arcaicas, para los expertos romanos
del siglo del siglo II a. de C., cuando según nuestras
noticias, comenzaron a elaborarse los primeros co-
mentarios a aquellas leyes. Creemos necesario cono-
cer estos aspectos para obrar con cautela a la hora
de abordar sus mandatos (Cornell, 1995, 279; Van
der Puy, 2017, 118; las Doce Tablas no imponían
obligaciones, Pharr, 1937, 4)49.
Las decisiones pertenecían al ámbito del derecho
privado, como era el matrimonio, el divorcio, la he-
rencia, la patria potestad, la propiedad, las ofensas
e injurias, la violencia personal, las deudas, los es-
clavos y las conductas referidas a funerales. Pocos
elementos se vincularon con el derecho público.
Las comparecencias judiciales, los enterramientos
en la Ciudad y en un caso, al comitiatum maxi-
mum, lo que alejaba la ley del contexto político en
que Livio y Dionisio de Halicarnasos la insertaban
(Cornell, 1995, 279)50. Los textos aludidos por M.
H. Crawford para asegurar que las Tablas trataban
asuntos públicos, a mi juicio no parecen muy con-
sistentes. En la tabla VII. 6-7, se usa el término via,
que en mi opinión se reere a caminos entre ncas,
no a vías públicas. Una institución pública constru-
ye una via, pero no hace ley de sus medidas. Esto
parece más bien normas para caminos vecinales; en
otro lugar se alude a coetum ne facito, que no se
haga un coetus, reunión, asamblea, que no tiene
que ser forzasamente referido al entorno público,
pues puede estar hablando de medidas internas de
una comunidad, no supone necesariamente la exis-
tencia detrás de un estado o un gobierno público.
De hecho, cualquier comunidad podía establecer
medidas útiles y positivas para el mejor funciona-
tumbres y leyes ancestrales junto con las introducidas des-
pués, Dion. Hal. II. 27. 3.
49 Tib. Coruncanio respondía las cuestiones que le
planteaban como pontifex maximus, a mediados del siglo
III, no como comentarista o jurista laico,
50 Livio, III. 9. 5; Dion. Hal. X. 3.
miento de sus miembro, que se tomaban tras reu-
niones de éstos.
En una etapa posterior – a partir del 366 a. de
C.? –, el pretor, como magistrado encargado de la
Justicia, dio por válido lo que la costumbre venía
haciendo y se limitó a sancionar o suavizar las pe-
nas que se venían aplicando. Acaso por el fragmen-
tado y deteriorado estado en que aquel conjunto de
decisiones les había llegado, parece que los comen-
taristas posteriores se limitaron a desdeñar el man-
dato arcaico literal, y en sus interpretaciones subra-
yaron el papel del poder público, representado por
las leyes posteriores y el tribunal del pretor, como
el elemento esencial que sancionó el papel de la ley
frente a la costumbre. Desvirtuando sin duda con
ello la esencia de aquel texto (Maine, [1861] 1908,
16)51.
Debemos hacer referencia a un elemento im-
portante del contexto temporal en que se aprobó
esta legislación. Se trata de los niveles de alfabeti-
zación existentes, esto es, del uso de la lectura y
escritura por la población a mediados del siglo V.
Se ha concluido que a nales del siglo VI, con el
nal de la monarquía, el porcentaje de los que en
Roma sabían leer y escribir no debió superar el 5%
del total de la población. Incluso ese porcentaje po-
dría ser aún menor cuando disminuyó la inuencia
etrusca, con la salida del último monarca. En cual-
quier caso una ciudad gobernada por aristócratas,
como era la Roma de comienzos de la República,
no parece que tuviera como interés primordial en
los siglos V y aún el IV el facilitar la difusión de la
palabra escrita al conjunto de la población. En este
contexto, sin objetar que la tradición hablara de le-
yes escritas, creemos que en la Roma del siglo V el
conocimiento de éstas debía ser limitado y todo el
procedimiento legal y judicial, de corte privado, era
básicamente oral, por lo que no se requería que los
destinatarios de una ley o los litigantes de un jui-
cio supieran escribir o poder leer las leyes. Tan sólo
debían memorizar los procedimientos, las fórmulas
establecidas por los pontices para litigar ante un
juez o árbitro, y desde nes del siglo IV, las nuevas
51 nec manifesti furti poena per legem XII tabula-
rum dupli inrogatur, eamque etiam praetor conseruat.
Gaius, inst. III. 190. Coincidimos con lo que ya en su tiempo
postulaba, esto es, que lo recogido en aquella ley arcaica eran
sobre todo usos y costumbres existentes en el momento de
su elaboración, el siglo V, si tenemos en cuenta la dicultad
de transmisión y conservación de las costumbres y hábitos
de generaciones anteriores.
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fórmulas laicas aprobadas (Harris, 1989, 151; Fors-
ythe, 2005, 214).
El hecho de que entre la publicación del texto y
su comentario e interpretación por los juristas del
siglo II d. C. llegaran a pasar hasta seis siglos, nos
obliga a pensar que tuvo que haber una consistente
cadena de copia y transmisión del mismo. Sobrevi-
vió al saqueo galo de comienzos del siglo IV, pasó a
través de copias al siglo III, y nalmente lo tuvie-
ran en sus manos comentaristas y juristas de co-
mienzos del siglo II a. de C., como Sexto Elio Peto
Catón, el cónsul del 198, y aún un resumen del mis-
mo, un libellus, era libro de lectura en las escuelas
de comienzos del siglo I a. de C. Siguió copiándo-
se con todos los problemas de pérdidas, deterioros,
correcciones, manipulación, malas transcripciones
e interpretaciones defectuosas, hasta avanzado el
Principado, cuando aún conservaba partes y ele-
mentos esenciales sucientes como para constituir
materia de estudio, análisis y exégesis de expertos
en Derecho como Sexto Pomponio y Gayo, de las
décadas centrales del siglo II d. C. Sin menoscabo
de la información y autores que desconocemos y
que pudiesen haber dado más luz a nuestra endeble
noción del proceso (Kenney, [1982], 1989, 40)52.
El documento sufrió los avatares propios de su
exposición a la acción humana y la interperie. La
primera fatalidad material conocida debió produ-
cirse con el asalto de los galos a la ciudad a comien-
zos del siglo IV a. de C., después de sesenta años de
exposición en el foro. Los autores nos dicen que el
foro y el comitium fueron arrasados, y que pocos
monumentos escaparon de la catástrofe. A excep-
ción de la colina capitolina, la Ciudad ardió durante
varios días. Hay varias versiones sobre qué se hizo
con los abjetos salvados. La atención se centró en
los objetos de culto, que o bien fueron llevados al
Capitolio antes del asalto, o bien metidos en tina-
jas se enterraron en una capilla cercana a la casa
de amen quirinalis. Tambien se dice que fueron
sacados de la Ciudad por éste y las vestales en un
52 Un rollo de papiro conservado en óptimas condi-
ciones, podía durar más de los 200 años dichos por Plinio,
NH XIII.83. A tres años de su muerte en el 43, Cicerón
había podido leer cartas de Cornelia, mujer de Tib. Sem-
pronio Graco, el cónsul del 177, con casi siglo y medio de
antigüedad, y el emperador Marco Aurelio pedía a amigo
M. Cornelio Frontón, rétor y orador, extractos de Lucrecio
y Enio, de dos y tres siglos de antigüedad respectivamente,
Fronto, epist. 105N. Por consiguiehte, existían copias de do-
cumentos muy antiguos. Pero aún así a nes del siglo II d.C.
era difícil hallar copias de autores de la República.
carro de un particular que huía al Janículo con su
mujer, y que antes de llegar a ese monte el carro fue
desviado a la ciudad etrusca de Caere, a dos días de
camino al Norte de Roma.
Livio escribe que la mayoría de los documentos
públicos y privados se perdieron en el incendio; y
pese a que expulsados los galos, se ordenó que se
tratara de recuperar cuanto se pudiera, entre los que
estaban las Doce Tablas y algunas leyes reales, sólo
algunas de ellas fueron recuperadas53. El peso mate-
rial de las tablas de bronce debió ser considerable,
difícil de manejar y de transportar, máxime en mo-
mentos de urgencia por amenaza extrema54, por lo
que los esfuerzos se concentraron en lo más liviano
y apreciado, fácil de manejar y de signicado más
íntimo, como eran los objetos religiosos. Descono-
cemos el alcance material de esos daños, por lo que
el texto de las Tablas debió reconstruirse a base de
lo conservado y de las copias que se encontrasen,
sin descartar que algunas partes se dieran por perdi-
das. En suma, no sabemos cuánto conservamos del
original, tanto en cantidad como en calidad, por lo
que debemos tener presente el carácter hipotético
de nuestras reexiones.
Es por tanto dudoso que el texto que consultara
Sexto Elio Peto en la primera mitad del siglo II a.
de C., fuera una copia íntegra del original, y que
no adoleciera de manipulaciones, carencias y erro-
res propios de los casi doscientos años transcurridos
desde el asalto galo. En ese tiempo prácticamente
no hubo juristas ni comentaristas del Derecho, ase-
gura Cicerón, que fechaba al más antiguo de ellos a
mediados del siglo III. Mientras, la interpretación
del Derecho y la ley en general siguió estando en
manos de los pontíces, los únicos expertos con
53 Livio, V. 39.11; 40.7-8; 40.10; 41.4; 41.10; 42.2; 43.1;
48.3; 50.3; 51.9; VI. 1-2; 1. 10. Plut. Cam. 20; Gell. I. 1. 10. In
publico, en el lugar más visible del foro, en la plaza pública,
Livio, III. 57. 10; DION. HAL. X. 57. 7; Zon. VII. 18. 3; DS
XII. 26. 1.
54 Al no disponer de análisis publicado que aporte el
dato del peso de las tablas conservadas, la malacitana e ir-
nitana - altura, 91,5 cm.; anchura, 57,5 cm.; grosor, 0.6 cm.
peso: sin dato -, nos obliga a usar de la experiencia personal.
Estuve durante más de un año en contacto directo con las
Tablas VII y X de la ley irnitana, en el Museo de Huelva en
los años ochenta, evalué su peso sosteniendo una de ellas en
las manos, ya limpia y despejada de todas sus incrustacio-
nes, abandonando de inmediato el intento, para evitar que
pudiera caerse al suelo, al superar en mi opinión los veinte
kilos. Que multiplicado por diez, superaría sin duda el cen-
tenar de kilos para el conjunto. Pero sólo es una conjetura, a
falta de ese dato en los estudios publicados.
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autoridad para interpretar y señalar los procedi-
mientos que exigía cada caso55. De hecho, para Ci-
cerón el jurista más antiguo conocido lo era como
pontifex maximus entre el 254/243, Tiberio Co-
runcanio, que había sido cónsul en el 280, y que
llegó a ser famosos por sus responsa. Se le atribuía
un Comentario sobre las Doce Tablas, y pese a
la promulgación de las legis actiones a cargo del
scriba y edil Cn. Flavio, en el 304, como podemos
ver éstas no susbstituyeron el poder de decisión y la
jerarquía de este cuerpo religioso, que convivió con
las nuevas fórmulas del ius civile, hasta que dejaron
de consultarse por obsolescencia (Drummond,1989,
117; Forsythe, 2005, 212-213; Maine, [1861] 1908,
333; Pugsley, 1969, 145) 56.
Tiempo después del pontíce Coruncanio, el
citado Sexto Elio, publicó su obra Tripertita, a
llamada porque estaba constituida en tres partes, la
norma o ley en cuestión, su interpretación, y la le-
gis actio que le correspondía. Esta gura es proba-
blemente la más citada por los estudiosos actuales,
y sin más argumentos que el ser el único dato trans-
mitido sobre la obra de un jurista, se le considera
fuente a partir de la cual se transmitió el original
de aquella ley arcaica para los juristas posteriores.
Sexto Pomponio, jurista del siglo II d. C., y autor
del enchiridion – manual o guía – donde citaba
sucintamente la creación de aquellas Doce Tablas –
Dig. I. 2. 2.4. - calicó los Tripertita de Sexto Elio
como cunabula iuris. A esta obra, de la que nada
sabemos, van referidas todas las fuentes que pudie-
ron usar los juristas posteriores para sus estudios
sobre los contenidos de las Doce Tablas. En nuestra
opinión, no está Sexto Elio exento de los mismos
problemas de transmisión de cualquier copia mani-
pulada (Watson, 1973, 26-30)57.
55 omnium tamen harum et interpretandi scientia
et actiones apud collegium ponticum erant, Dig, I. 2.2
6; las fórmulas de los pontíces fueron publicadas en el foro,
Livio, IX. 46.5-6.
56 Dig. I. 2.2.7; 38; Cic. de orat. III. 134. Aunque acaso
esté de más aludir a ello para los romanistas, las legis actio-
nes eran fórmulas de actuación, a las que debían someterse
quienes apelaran a un juez o árbitro externo y no hubiese
resuelto su litigio con la otra parte mediante acuerdo. Su
cumplimiento cabal era obligado, so pena de perder la causa.
Livio, IX. 46. 5-6; Gayo, IV. 11-29. En una sociedad funda-
mentalmente iletrada, esas legis actiones se aprendían de
memoria y la autoridad civil, el pretor, velaba por su estric-
to seguimiento. Macrob. I. 6. 30, sobre Tremelio Escrofa.
57 Gell. I. 10. 1; IV. 1. 20; 6. 10; Livio, IX. 46.5; Dig. I.
2.2.7, donce dice que las legis actiones de Sexto Elio consti-
Medio siglo después de Sexto Elio, tenemos los
nombres de Manio Manilio, cónsul del 149 y M.
Junio Bruto, pretor del 142 y autor de un trabajo
sobre el ius civile, que criticaba como absurdo co-
sas como calicar de robo el dejar en lugar distinto
al animal prestado, como las Tablas decían sobre el
hurto. Nada más podemos decir de ellos. A nales
del siglo II y comienzos del I a. de C., enseñó Lucio
Elio Estilón Preconino de Lanuvio, maestro de M.
Varrón y de Cicerón, quién decía haber frecuentado
su casa de joven, y al que se atribuye un comentario
sobre el lenguaje sagrado y su uso en las Doce Ta-
blas, hoy perdido. En una defensa judicial hecha a
nes de los setenta, tanto Cicerón como el abogado
de la otra parte Lucio Quincio maniestan un
amplio conocimiento de las Doce Tablas, en aquella
parte que afectaba al juicio, probablemente superior
al nivel de lo que aquel, de niño, aprendía en la es-
cuela (Russo, 2014, 155-164)58.
Ser. Sulpicio Rufo, respetado jurista y cónsul del
51 y muy amigo de Cicerón, fue según Gayo quien
distinguió entre los cuatro tipos de hurto, que si-
guió luego Masurio Sabino, de tiempo de Tiberio,
mientras que Labeón, augústeo, sólo distinguía dos,
pues los otros dos, furtum conceptum y furtum
oblatum solo eran circunstancias de los dos único
tipos de robos, el maniesto y el no maniesto59.
En suma, desde el siglo II a. de C. hubo un interés
por el estudio de aquel arcaico documento, abun-
dando los comentarios e interpretaciones, a partir
del texto que les habían llegado, que propiciaba la
errónea calicación de robo a cosas prestadas, que
supra aludimos, la violencia sobre los esclavos, las
dos o cuatro clases de hurto y otras que no nos han
llegado, que modicaron la versión tratada en el si-
glo II d.C. por Gayo.
Por el lado historiográco, dado que Livio es in-
formación central – junto con Dionisio de Halicar-
nasos – sobre el entorno histórico y político en que
se gestaron las Doce Tablas – con independencia de
la veracidad de lo transmitido -, no está demás sa-
tuyen el ius Aelianum, hablando de los Tripertita en Dig.
I. 2.2. 38, como cosa distinta,
58 Cic. de orat. I. 212; Gell. I. 12. 18; 18. 1; II.21.8; III.
1. 12; VI. 15. 1; XVI. 8. 2-3; XX. 1. 13. Nada de los Scaevo-
lae, Rutilio Rufo, Cayo Lelio o los Tuberones posteriores,
conectado a las Doce tablas. Sexto Elio, Manilio y Marco
Bruto, los mejores juristas de su tiempo, Cic. fam. VII. 22;
ProTullio, 49-51.
59 Gayo, III.183; 191 aseguraba que esas dos variantes de
robos venían en las Tablas; Cic. Brut. 207; Gell. XVI. 8. 2.
96 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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ber sobre las fuentes de información del patavino.
Además de la analística de las dos últimas centurias
republicanas, Livio usó la obra de Q. Elio Tuberón,
historiador y jurista coetaneo, padre del cónsul del
año 4 d. C., Sexto Elio Cato, posiblemente descen-
diente del citado consul del 198 a. de C.. Livio se
limita al relato histórico que llevó a la aprobación
de la ley, pero no habla de su contenido, asunto
que deja a un lado. En consecuencia, no parece que
consultara los trabajos de reconocidos juristas de su
época, como los ya citados Sulpicio Rufo, Antistio
Labeón o L. Elio Estilón, por dar algunos nombres
(Foster, 1926, XXVIII-XXX) 60.
En el Principado de Augusto desarrolló su labor
el citado M. Antistio Labeo, con más de 400 obras,
entre ellas un Comentario a las Doce Tablas, del
que sólo tenemos referencias, y después, nada hasta
la segunda mitad del siglo II d. C., reinado de Mar-
co Aurelio, fecha a partir de la cual se documenta
la actividad de los grandes estudiosos del Derecho,
aquellos que la romanística ha consagrado como los
mentores de la Época Clásica del Derecho. Se trata
del ya citado Gayo y ya en el siglo III, Ulpiano,
Papiniano, Herenio Modestino y Paulo, juristas
prestigiosos y todos ellos nombrados en la Ley de
Citaciones, establecida por Teodosio II y Valenti-
niano III en 426 d. C.61
Junto a Sexto Pomponio, de mediados del siglo
II d. C., el experto en derecho Gayo nos ofrece un
lenguaje técnico que no pudo proceder de aquel
documento arcaico y se ha sugerido que lo tomó
de expertos posteriores, como Sabino y Sulpicio, y
hasta de Sexto Elio Peto, de cuya obra pudo obtener
la copia del texto de las Doce Tablas usado para sus
comentarios (D’Ippolito, 1992, 279-289). Pero es
mera conjetura que la fuente usada por Gayo para
su comentario a aquella ley y las partes utilizadas
en sus Instituta sean los Tripertita, que no cita ni
una sola vez en lo que conservamos de su obra.
Nos queda el excepticismo de Gayo y los pros y
contra del tratadista Aulo Gelio, ambos coetáneos.
Por boca de sus personajes el lósofo Favorino y
el jurista Cecilio Africano, Gelio calicaba aquella
Ley de confusa, con pasajes dicil de entender, a
veces muy severos y otras, muy suaves, algo que
60 Q. Fabio Pictor, L. Cincio Alimento, L. Calpurnio
Pisón Frugi, Valerio de Anzio, Q. Claudio Quadrigario, C.
Licinio Macro y L. Celio Antípatro, el tratado Origenes, de
Catón el Censor y Polibio.
61 Gell. XX. 1. 13; XII.18; VI.15. 1; Cn. Flavio, Livio,
IX. 46. 1
justicaba porque después de tantos siglos se había
olvidado el signicado de las palabras y las costum-
bres que allí se explicaban62.
Según Gayo, cuando se descubrían bienes roba-
dos en una casa y su dueño era inocente, estába-
mos ante la actio concepti, y ante una actio oblati,
cuando esos bienes se habían introducido intencio-
nadamente para inculpar al dueño de la casa. Inclu-
so citaba Gayo una actio prohibiti contra quien se
negara a permitir la búsqueda de bienes robados en
su casa, que creemos una elaboración de los juristas.
De todo esto pensamos que estas variantes del robo,
con sus correspondientes actiones, eran demasiado
ambiguas y complejas de establecer, lo que las expo-
nía a contínuas conjeturas e interpretaciones, algo
que no armonizaba con aquellas normas arcaicas,
caracterizadas por la determinación, el laconismo o
concisión y la unívoca severidad de sus mandatos.
Creemos que no formaban parte del espiritu de esa
ley unas opciones basadas en circunstancias y por-
menores aleatorios, y que más bien parecían obra de
los juristas, como pensaba Labeón sobre los tipos de
hurtos tratados en aquel documento. De hecho, ha-
blar directamente de furtorumque quaestio cum
lance et licio, era hablar de una creación de los ju-
ristas63.
Siguiendo siempre a Gayo, que aporta el testi-
monio más completo, el castigo para el hurto mani-
esto, esto es, cuando el autor era cogido en el acto,
de noche, o si de dia y se producía resistencia arma-
da, era la pena capital, no habiendo culpa alguna
si la víctima al defenderse le ocasionaba la muerte.
No disiente del castigo elegido en la sociedad pri-
mitiva. De día y sin violencia, el hombre libre autor
del hurto podía ser apaleado, a criterio del pretor
dice el comentarista – lo que nos traslada a tiempos
muy posteriores – y luego sujeto a adictio, esto
es, entregado como esclavo a la víctima, en la con-
dición que se daba a los deudores. Finalmente, es-
clavos y menores de edad eran apaleados a criterio
igualmente del pretor, aunque más tarde el pretor
62 Gelio sigue a Gayo con relación a las penas, Gell. XI.
18. 3; 18. 7-10; 18.11; 18. 13; 18.19; XX. 1. 4; 1. 6; 1. 10, si bien
añade la capital para los esclavos, que el jurista omite. Los
robos descubiertos mediante el lanx y el licium son robos
maniestos, XI. 18. 10. Todo el libro XX eslleno de citas
del pensamiento de Masurio Sabino, discípulo de L. Ateyo
Capitón, sobre el hurto.
63 Otra actio es la prohibiti, contra el que prohibe la
búsqueda, que se aclara que fue introducida por el pretor,
luego en tiempos psoteriores, Gayo, III. 183; 186-188; 192;
Gell. XI. 18. 12; XVI. 10. 8.
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susbstituyó este castigo por una compensación del
cuádruplo de lo robado, algo que debía conarse en
que se cumpliera a partir del peculium que ambos
administrasen. En otra fuente - la manejada por
Aulo Gelio -, al esclavo, tras su apaleamineto dis-
crecional, se le ejecutaba arrojándolo desde la Roca
Tarpeya, versión más severa que nos vuelve a evocar
a Labeón. Para el robo no maniesto el castigo era
la devolución del doble del valor de lo robado, y el
triple para el furtum conceptum y oblatum, casti-
gos ciertamente suaves y por ello ajenos al espíritu
de aquel texto64.
A continuación, Gayo incluye lo que cree que
podría ser una ceremonia, especie de legis actio ar-
caica, que la víctima de un hurto estaría obligada a
observar, si buscara los bienes robados en un lugar
en concreto. El buscador debería entrar en la casa
desnudo, nudus, llevando sólo puesto una prenda
para tapar sus partes, licio cinctus, y un plato en
sus manos, lancem habens, procediendo a la bús-
queda, que de ser positiva y dar con los bienes el
hurto quedaría asimilado al hurto maniesto. Pero
el comentarista no está conforme con esta noticia,
que debe haber tomado de los juristas que sigue,
pues tras esta aséptica y concisa información, de-
dica todo el párrafo siguiente, largo y muy crítico,
a resaltar y descalicar ese mismo texto, sin escati-
mar la dureza de los términos, de modo que viene a
concluir que aquella ceremonia, tal como a él se le
había transmitido, resultaba imposible.
Para empezar, Gayo no tiene claro qué sea un
licium, que asimila a prenda interior para cubrir
las partes pudendas, de modo que el buscador sólo
podía buscar con la ropa mínima para cubrir sus
partes. Al plato o lanx tampoco Gayo le encuen-
tra sentido, pues tanto si se trataba de que el bus-
cador tuviera las manos ocupadas llevándolo para
que no pudiera introducir objetos en la casa, o para
que colocara en él lo objetos robados que pudiera ir
encontrando, es completamente absurdo, pues el ta-
maño o la naturaleza de los objetos podrían hacerlo
inservible para ese n. De manera que para Gayo esa
norma era completamente inaceptable65.
No menos crítico fue su contemporáneo el gra-
mático Sexto Pompeyo Festo, autor de una obra
titulada De Signicatione Verborum, epítome de
la obra del liberto M. Verrio Flacco, gramático de
64 Gell. XI. 18. 8; 18.10; 18.12; Gayo, III. 188; 189; 190;
191; IV. 173.
65 quae res [lex tota] ridicula est, Gayo, III. 192; 193;
furta, quae per lancem liciumque, Gell. XI. 18. 9.
tiempos de Augusto y Tiberio. El lexikon de Festo
nos ha llegado gracias a otro resumen hecho en el
siglo VIII d.C. por un tal Paulo el Diácono. Festo
escribía que entre los antiguos se decía que el que
iba a buscar objetos hurtados en casa ajena, entraba
ceñido con un cordel, licium, y llevando un cuen-
co, lanx, colocado - sic - delante de los ojos, para
evitar ver a las matronas de la familia o las vírgenes
que pudiera haber en la casa. Esta explicación, que
en realidad viene de Paulo, el epitomizador de Fes-
to, es poco convincente y apenas merece comen-
tario por desatinada. Pues nadie entra en una casa
a buscar objetos tapándose los ojos con un plato o
fuente, para evitar ver a la matrona o vírgenes que
pudieran habitarla. Ello supondría además disponer
de sólo una mano para coger lo que pudiera encon-
trar. Se ve que Festo o su epitomizador medieval
no encontraba explicación lógica a ningúno de los
dos elementos que caracterizaba la búsqueda de los
objetos, el lanx y el licium, y se limitó a despachar
el asunto aportando su opinión irreexiva sin más
consideraciones, pues se trataba de dos términos
dentro de su lexicon de cientos de palabras (Lind-
say ed.,1913, 104; Marchant, 1890, 101; Cornell,
2013, 67-68)66. Tenemos pues que, aunque todos ad-
mitían la tradición sobre una confusa ceremonia de
recuperación de objetos robado, se criticaba hasta el
punto de rechazarla por extravagante e inverosímil.
5. Lance et Licio, aLgo extraño, nunca
exPLIcado bIen
Es indudable que el peso del testimonio de Gayo,
vino dado tanto por el tono analítico, exhaustivo
y serio de autor, como por ser sus Instituta casi la
única fuente para muchas de esas partes del Dere-
cho. No puede la investigación romanística mos-
trarse muy reticente o crítica a la hora de examinar
esta fuente de información, tal como está el panora-
ma sobre el llamado Derecho Antiguo ó Preclásico.
De modo que pudiera haber más interés en asumir,
tras una sucinta reseña lo transmitido por Gayo,
66 Sea cual fuese el sifnicado y uso del lanx, el sentido
comun demanda que un hombre que va a buscar en una casa
los objetos que le han robado, debería llevar las manos libres,
y no puedo ver como un hombre puede cambiar la inde-
cencia por la decencia por el hecho de mantener una plato
perforado delante de su cara. Pienso que en lugar del plato
ante oculos tenebat”, que dá el estúpido epitomizador de
Festo, el original decía “a linteo suspendebat”. La infor-
mación de Festo sobre las Tablas, podría haber sido tomada
de autores del siglo III y II a. de C.
98 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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como base para ulteriores análisis e interpretacio-
nes, que en examinar lo transmitido de aquel texto
arcaico, desde el contexto histórico, social y aún
económico al que va referido, tarea que ya hemos
expuesto, y que no sin base se juzgaba ajena a los
expertos del campo del Derecho.
El signicado del sorprendente rito nombrado
convencionalmente como quaestio cum lance et
licio – según reconstruía el maestro Gayo - ha pro-
vocado un buen número de explicaciones, tan inge-
niosas en algún caso como inaceptables en la mayo-
ría. Han sido tales las interpretaciones propuestas
desde la misma antigüedad, que hoy pasa por ser
una de las costumbres romanas más extrañas, acaso
porque nunca fue bien entendida y por tanto bien
explicada. Se trataba de un ritual que como otros
usos y prácticas tenía arraigo en los comportamien-
tos de la comunidad romana primitiva. Compor-
tamientos que por primera vez fueron jados por
escrito, a mediados del siglo V a. de C.( Maxwell-
Stuart, 1976,1-20; Zablocka, 2004, 109-121)67. Con
las concisas expresiones que nos han llegado, que
conocemos por los comentarios que seis siglos des-
pués hiciera Gayo, autor cuya biografía sigue siendo
pura nebulosa, y los escritos de cuantos asumieron
sus conclusiones, como su coetáneo el tratadista
Aulo Gelio, y posiblemente Sexto Pompeyo Festo,
gramático del siglo II d. C., epitomizado en el si-
glo VIII por Paulo el Diácono, con este material,
decimos, se han ensayado numerosas y desiguales
reconstrucciones sobre cómo fuera aquel ritual que
supuestamente se recogía en las Tablas para la re-
cuperación de los objetos robados, a partir de los
dos únicos términos conservados (Visscher, 1925,
249-277).
Esta fórmula de búsqueda formal recogida en las
Doce Tablas ya era obsoleta a mediados del siglo
III a. de C., sobreviviendo la informal, en la que
pasado el tiempo seguía conservando algún resto
del ritual primitivo, como vestigio del pasado, aun-
67 cum lance licioque (= Schoell, VIII, 14 ; = Bruns,
VIII, 15 ; = FIRA, VIII, 15 ; Gaius, 4, 173; Gaius, III. 186-
187;191-192 ; Gell., XVI. 10. 8; 11, 18; 9. 12 ; Fest., 104 L ;
Glossa Taurinensia, § 936 Alberti. Asignados a la Tabla I,
20, donde se establecían algunos procedimientos judiciales,
o en otros estudios a la Tab. VIII. 15b, dentro de los diferen-
tes delitos tratados. Para Zablocka, esta quaestio cum lance
et licio, siguiendo a Gayo, no va referido al procedimiento
de re furtiva, sino a uno que fue típico en el siglo I a. de C.,
la actio vi bonorum raptorum, identicada con el edicto
de M. Terencio Varrón Liciniano Lúculo, pretor peregrino
del 76 a. de C., Cic. Tull. 8; Gayo, IV. 2; IV. 6. 19.
que ya sin papel alguno, como vemos en tiempos
de Nerón, con el uso del lanx en Satyricon, de
Petronio (Drummond, 1989, 116)68. En esa nove-
la hay un episodio que transcribe una fórmula de
búsqueda formal de objetos perdidos, tal como la
ley lo regulaba en ese tiempo. El objeto a encontrar
aquí era una persona, que la justicia buscaba, y el
buscador era la autoridad, que entraba en una posa-
da o fonda, como era el caso, donde se sospechaba
que se ocultaba el “objeto” buscado. En el relato un
pregonero irrumpe en la casa cum servo publico,
un viator y algunos prsonajes más cuya función no
se especica. Aquel lleva una antorcha y vocea lo
siguiente: “Hace un momento se ha perdido en los
baños públicos un muchacho, de más o menos die-
ciséis años, de pelo rizado, tierno, bien parecido, de
nombre Gitón. Si alguien está dispuesto a devolver-
lo o dar noticias de él, recibirá mil sestercios”. Hay
por tanto una descripción normativa del “objeto”
como credencial del vínculo entre éste y el busca-
dor, especie de prueba del derecho sobre el mismo.
Es el vínculo del buscador con la “cosa” buscada
(Crawford, 1996, 614)69.
No lejos del pregonero estaba plantado Ascilto,
el compañero de correrías de Encolpio y como éste,
protector de Gitón. Ascilto está arrebujado en un
manto; el pregonero ha depositado ante él una ban-
deja de plata, in lance argentea, con la descripción
escrita del joven buscado y la garantía, dem, esto
es, la recompensa. Gitón se esconde rapidamente
debajo de la cama, y entretanto Ascilto, en cuanto
recorrió cum viatore todas las habitaciones, llegó a
donde estaba Eumolpo y concibió las mas funda-
das esperanzas por el hecho de encontrar la puerta
muy cerrada. Pero el esclavo, metiendo la segur por
68 Aulo Gelio fecha el abandono de la Ley de las Doce
Tablas a partir de la ley Ebutia sobre las causas centunvira-
les, cuyo año de aprobación desconocemos, aunque algunos,
sin datos que lo conrmen, hablan de mediados del siglo II
a. de C. Gell. XVI. 10. 8.
69 Esta forma de búsqueda era la practicaba cuando la
búsqueda informal se impedía, Macrob. I. 6. 30; Una nor-
ma de las Tablas pemite entrar en la propiedad vecina a por
frutos caídos en ella, sin citar permiso previo. Una ley de
mediados del siglo VII d. C., ordenaba que quien buscara
una cosa robada tenía que exponer, reservadamente – ocul-
tamente, oculte - al juez qué cosa buscaba, de manera que
le diera una descripción clara de lo que perdió, para que la
verdad no permaneciera ignorada por no haber mostrado
las señales evidentes, liber iudiciorum, VII. 2. 1, lex visi-
gothorum, Recesvinto, mediados del siglo VII, sobre los
hurtos.
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los resquicios de la puerta, saltó los cerrojos (Fra-
zel, 2005, 368 y 369)70. Resumamos lo descrito. En
la escena se describe el objeto de búsqueda, como
prueba de veracidad y se lleva el antiguo plato, un
lanx, como en las Doce Tablas, aunque aquí pare-
ce desconocerse su función primitiva, por lo que
se porta y se usa como recipiente ocasional de la
nota que lleva la descripción hecha a viva voz y
la garantía de la recompensa a quien aporte datos.
Una función baladí como poco, y claramente su-
perua. A cinco siglos de distancia, el ritual se ha
desvirtuado y ha perdido las funciones iniciales,
pese a lo cual seguía usándose uno de los objetos, el
lanx, que según la tradición se usaba en el mismo.
Recordemos que en la Atenas que Platón describía,
tampoco se mencionaba el uso de recipiente alguno
para la búsqueda de objetos, ni está presente en lo
que sabemos de otras comunidades antiguas o pri-
mitivas contemporáneas. Una centuria antes de este
relato, Cicerón parodiaba como ridículas las legis
actiones usadas en los pleitos de su tiempo. Intenta
con ello deteriorar la prudente y digna imagen de
su antagonista Servio Sulpicio Rufo, en una cau-
sa contra Lucio Licinio Murena, jurista y abogado
muy activo aquel, por otro lado admirado amigo
del arpinate71.
No ignoramos que es tan arriesgado, incluso
temerario, como complejo ensayar conclusiones
verosímiles sobre una ceremonia – especie de legis
actio de los pontíces - a partir del análisis de dos
vocablos, uno de ellos, lance, que juzgamos inse-
guro. Los juristas clásicos vincularon de manera
determinante esta ceremonia con un procedimien-
to arcaico de recuperación de los bienes robados72.
Esta tradición adscribía los dos vocablos, únicos
70 Intrat stabulum praeco cum servo publico alia-
que sane modica frequentia, facemque fumosam magis
quam lucidam quassans haec proclamavit: ‘puer in bal-
neo paulo ante aberravit, annorum circa XVI, crispus,
mollis, formosus, nomine Giton. Si quis eum reddere
aut commonstrare voluerit, accipiet nummos mille. Nec
longe a praecone Ascyltos stabat amictus discoloria
veste atque in lance argentea indicium et dem prae-
ferebat, Petr. satyr. 97. Describir algunos datos precisos de
los objetos robados permite la búsqueda de esos bienes allá
donde se sospeche que se encuentren.
71 Cic. Mur. 25-30.
72 Prohibiti actio quadrupli est ex edicto praetoris
introducta; lex autem eo nomine nullam poenam cons-
tituit. hoc solum praecipit, ut qui quaerere uelit, nudus
quaerat, licio cinctus, lancem habens; qui si quid inue-
nerit, iubet id lex furtum manifestum ese, Gayo, III. 192.
vestigios de aquel procedimiento de búsqueda, a la
tabla VIII. 15 a-b, de la Ley que se publicó en el año
449. Según esa misma tradición, ambos términos
declinables guraban en ablativo, unidos por una
copulativa, lance et licio. Su traducción sería “con
plato o fuente”, de lanx, y licium, “y con cíngu-
lo, cordel o taparrabo”, que Gayo completaba e in-
terpretaba como una investigación, quaestio cum
lance et licio. Y a partir de ahí y sin más noticia
que aportar, hubo consenso sobre que estos dos tér-
minos iban referidos al procedimiento arriba cita-
do, la búsqueda a cargo de la víctima de los objetos
que le han sido robados en casa del presunto ladrón,
asumiendo el análisis de Gayo.
En alguno de los códices conservados, el térmi-
no licium aparecía sustituido por linteum, térmi-
no cuyo signicado tampoco esclaro, si bien se
admite que solía designar un cierto género de tela
cosida que se usaba para cubrir las partes íntimas.
En conjunción con el lanx, no mejoraba la inter-
pretación anterior. Intentando dar coherencia al
tema, se supuso que acaso la función del lanx fuera
impedir que el buscador pudiera tomar nada de la
casa al tener las manos ocupadas, o que esa espe-
cie de bandeja o plato fuese para depositar en ella
las cosas robadas, hipótesis no válida pues presu-
ponía un tamaño mínimo para los objetos que se
buscaban, como ya supra advertimos73. En suma,
en el siglo II d.C. ni Festo, ni en consecuencia su
fuente augústea, ni como veremos Gayo, el maestro
y comentarista del Derecho, sabían ni encontraban
sentido al papel de aquellos dos vocablos, lanx et
licium, en la fórmula arcaica de búsqueda de obje-
tos robados (Warmington, 1938, 485; Wibier,2018,
487; Mchale, 2012, 10; Crawford, 1996, 617)74.
La interpretación de licium como desnudez, su-
ponía que el buscador debía entrar desnudo o más
73 Quis sit autem licium, quaesitum est, sed verius
est consuti genus esse, quo necessariae partes tegeren-
tur. Quae res (lex tota) ridícula est. Nam qui vestitum
quaerere prohibet, is et nudum quaerere prohibiturus
est, eo magis quod ita quaesita re (et) inventa maiori
poenae subiciatur. Deinde quod lancem sive ideo haberi
iubeat, ut manibus occupatis nihil subiciat, sive ideo,
ut quod invenerit ibi inponat, neutrum eorum procedit,
si id quod quaeratur, eius magnitudinis aut naturae
sit, ut neque subici neque ibi inponi possit. Certe non
dubitatur, cuiuscumque materiae sit ea lanx, satis legi
eri. Gayo, inst. III. 193.
74 cf. Gell. XI. 18. 9, Tab. VIII. 15 a-b. Un código de Ve-
rona lee linteum, pieza de lino, en vez de liceum. Se trataría
de una pieza de vestir hecha de lino.
100 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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bien ligero de ropa, para evitar tanto que introduje-
ra bienes que pudieran inculpar al dueño de la casa,
como que aquel se los pudiera llevar del interior de
la misma. No sin cierta agudeza hay quien homo-
logó el uso de estos dos objetos, el lanx y el licium,
con cierto ritual observado en el decorado de pie-
zas arqueológicas procedentes de ajuares funerarios
etruscos. Veamos, en algunas urnas aparecía una
decoración de guras que podían identicarse con
sacerdotes u ociantes, gente que sacricaba, dan-
zarines que llevaban un lum, vitta or ínfula, esto
es, una banda ceremonial que se ponía en la cabeza
y que expertos actuales identicaban con el citado
licium, no como taparrabos o cubridor tradicional
de partes íntimas. Y el lanx venía a ser un plato de
sacricio. Acomodando esta liturgia a la supuesta-
mente indicada en la norma arcaica – recordemos
que del contenido de la liturgia arcaica sólo nos ha
llegado esos dos vocablos y que la reconstrucción
del ritual es fruto de la posterior obra de los los ju-
ristas -, buscar cum lance et licio comenzaría con
un sacricio apara aplacar a los dioses por la viola-
ción de la paz de la casa romana donde se iba a en-
trar. El problema es que el término licium en nin-
gún caso signica banda para la cabeza, por lo que
en otra explicación, se interpreta que lo que el bus-
cador llevaba cerca de la cabeza, en concreto ante
los ojos, no era el licium sino el lanx, siguiendo a
Festo, cuya función era poner en él los objetos ha-
llados. Algo a todas luces ciertamente extravagante
y grotesco (Crawford, 1996, 617; Wolf, 1971, 396-
397; Warmington, 1938, 485; Crook, 1971, 396)75.
En el Oxford Latin Dictionary, el término
lanx, en su acepción número tres, pág. 1001, con
relación a las Doce Tablas, era un plato de metal que
el buscador de objetos robados llevaba unido a la
cintura por un licium, o cordel, del que luego nos
ocuparemos, al entrar en la casa en búsqueda de lo
suyo. Se trataba de un tipo de fuente metálica bien
diferenciada de un discum o una patera76. A partir
de aquí, unos tratan de explicar la noticia de Festo
y hablan del lanx como un plato suspendido por el
cordel, de la cintura del buscador, pero no delante
de los ojos (Marchant, 1890, 101). Otros consideran
el lanx como un vaso de libaciones y el licium, una
75 Gayo, Inst. III. 193; Fest. p. 117.
76 Dig. XLVII.2.19.1-4: de pondere autem vasorum
non est necesse loqui: sufciet igitur ita dici ‘lancem’
vel ‘discum’ vel ‘pateram’, cuenco, disco o patera o plato
de poco fondo. Cada plato de una balanza es un lanx, Suet.
Vesp. 25.
venda que se llevaría en la frente, signicado erró-
neo como acabamos de ver, y en consecuencia, in-
aceptable (Crook, 1974, 240). Se nombra igualmen-
te como lanx una balanza y cualquiera de los dos
platos de la misma, e incluso en algún diccionario
de latín de principios del XVI este vocablo designa-
ba las partes constituyentes de una armadura (Gor-
don, 1970, 61)77. En algún momento se reconstruyó
e interpretó el término lanx como deformación
de lax, con signicado de engaño, astucia, que en
combinación con licium, ahora como rastro, pista,
llegaríamos a entender como búsqueda “a través de
la astuta persecución del rastro” del ladrón, una in-
terpretación excesivamente articiosa y arreglada
(Schwerin, 1924; Rauch, 1951, 51).
El lanx fue un objeto apreciado ya en la socie-
dad que utilizó los cementerios de los tiempos de
la monarquía, la gente que vivió en el Lacio entre
los siglo VIII y VI. Diez millas al sur de Roma,
donde ubicamos la villa de Politorium, tenemos el
yacimiento de Castel di Decima con 300 tumbas,
datadas en el Lacial III y IV (770-580 a. de C.).
Muestran diferenciación social y las más ricas, que
son del siglo VII, contenían un lanx, una espada,
un pectoral, tres escudos, y uno pequeño carro de
dos ruedas. El lanx por tanto constituía un objeto
distintivo y de rango. Hay restos de carros en seis
tumbas, una de ellas de una mujer cuyo cuerpo es-
taba adornado con un pectoral de oro y ámbar, aros
de oro pera el pelo, y restos de túnica decorada con
ámbar y piezas de pasta vítrea.
Cicerón describía el lanx como un plato cince-
lado de cierto tamaño, distinto de la patella, plato
de tamaño variable, que en tamaño grande permi-
ten el cincelado con gurillas e imágenes de dioses,
de alta factura artística, por ejemplo, para prácticas
religiosas, mientras que los lances pequeños eran
empleados para comer. La arqueología ha propor-
cionado ejemplares de plata de 33 cms., como uno
aparecido en 1939 en la villa de Straize, al suroeste
de Eslovaquia, traido a Panonia en el siglo III d.
C. como posiblemente un regalo, y enterrado como
ajuar en la tumba de un jefe bárbaro. Estaba profu-
samente decorado tanto en el centro como alrede-
dor de todo el borde con numerosas escenas en re-
lieve. Suponía una exhaltación de la gens de los Ve-
77 Suet. Vesp. 25. Este Douglas fue un escritor que en
1512/3 hizo una versión de la Eneida, en una mezcla de los
dialectos escocés, inglés, francés y latin, muy criticado por
las inadecuadas traducciones que dio a algunos términos la-
tinos.
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turii, de hac. el 100 a. de C., a través de su miembro
Tiberio Veturio. A su vez el autor tardío Trebellius
Pollio, asegura que la venerabilis femina Calpur-
nia, que vivía en Roma, tenían en su casa un lanx
que pesaba cien libras (Svoboda, 1968, 125)78.
Otras interpretaciones parten de la idea de de-
nir el lanx como una especie de espejo mágico,
algo no atestiguado en el mundo romano, aunque
sí en el griego, como vemos de algunas pinturas de
vasijas itálicas griegas de entre los siglos VI-II a. de
C. (Goldmann, 1918,199 ss.; Rauch, 1951, 51). Según
esta interpretación, el buscador llevaría el lanx para
que éste, una vez en el interior de la casa, reejara el
lugar donde estaban escondidos los objetos robados,
e incluso proporcionara una imagen especular del
ladrón, lo que no deja tampoco de ser tan absurdo
como innecesario, pues de aparecer los objetos, en
una primera instancia la acusación recaería auto-
máticamente en el dueño de la casa, sin necesidad
de que el espejo lo constatara. Al menos antes de
las interpretaciones de los juristas posteriores a la
norma. Por su parte, el licium sería una especie de
taparrabos o cinturón que cubriría el sexo de la per-
sona que buscaba los objetos en la casa. Ciertamen-
te todo muy imaginativo pero poco convincente
(Rauch, 1951, 51; Olson, 2003, 207)79.
Pese a ello, la función del lanx como espejo má-
gico contó en su día con amplio número de parti-
darios, que ilustraron esta hipótesis con ejemplos,
ciertamente interesantes, de tiempos mejor docu-
mentados como fue el Bajo Medievo y comienzos
de la Edad Moderna europea. Asi, para empezar,
el plato o lanx de aquella norma arcaica sería un
espejo, que venía a sustituir a la función del agua,
elemento en el que se pueden ver reejadas las co-
sas (Frazer, 1981, 345-349)80. Ya a comienzos del
siglo XX el epigrasta, arqueólogo y lólogo belga
Franz Cumont consideraba que unos discos de te-
rracota hallados en Tarento, a mediados del XIX,
decorados con relieve de un sinfín de guras divinas
y animales y plantas simbólicos en relieve, eran de
78 Cic. Att. VI. 1. 13; Verr. II. 4. 46; in qua ma-
iorum eius expressa ostenderetur historia, SHA, Trig.
Tyr. XXXII, 5.
79 quid sit autem licium? quaesitum est. Sed verius
est consuti genus esse, quo necessariae partes tegeren-
tur, Gaius, III. 193.
80 Paus. VII. 21. 12; Apul. Apol. 14; SHA Did, Iul., VII.
10. 1. Adivinar mediante el espejo mágico y otras fórmulas,
en diversas culturas fue estudiado por el antropólogo J.G.
Frazer.
carácter mágico (Cumont, 1917, 89 y 100)81. Estos
espejos habrían perdido su capa metálica exterior,
donde debían reejarse las imágenes. En la interpre-
tación de su uso, el operador debía mirar jamente
la supercie brillante del metal, y supuestamente en
un momento dado aparecería una especie de capa
de niebla que al disiparse, mostraria poco a poco las
imágenes de las personas u objetos evocados, padres
difuntos, escenas pasadas o sucesos futuros, etc. Se
trataba por tanto de la magia de la adivinación, si-
milar a la aplicada por hindúes, chinos y árabes, los
specularii de la Edad Media (Cumont, 1917, 104
y 107)82. En mi opinión, la abigarrada decoración
que presentaban esos discos en la capa o lámina de
bronce o plata, difícilmente podrían hacer visible
gura alguna que reejara como espejo. Tal deco-
ración no parece lo más apropiado para “ver” nada
a través de ella, es más, estorbaría cualquier visión
de imágenes que se produjera. Más parece un obje-
to ornamental, cuya extensa variedad de elementos
que contenía, sí podría hacerlo decorativo, y que
se fabricara en alguna tienda del ágora de Tarento.
Dentro de las magia, sabemos que en tiempos
posteriores al Mundo Romano, se practicaron has-
ta tres tipos de rituales para prevenir el robo, reco-
brar los objetos robados y capturar a los ladrones
(Benati, 2017, 150). En 1311 el obispo de Londres
Ralph Baldaock dio órdenes al archidiácono para
que denunciara a cuantos practicaban la magia para
recobrar artículos robados usando piedras y espe-
jos, y hay varios ejemplos más del uso de este tipo
de espejo en los siglos XVI y XVII. Igualmente lo
condenaba en 1569 el obispo de Worcester, Ingla-
terra. Se trata de la catoptromancia o adivinación
por el espejo (Kittredge, 1929, 182-203; Maxwell-
Stuart, 1976, 2-4)83. Pero pese a la analogía de este
81 El tamaño de estos supuestos espejos era de 10 a 50
cms. de diámetros,), lo que en nuestra opinión los hace in-
útiles para la función de soportar peso alguno, y en con-
secuencia no aptos para soportar los objetos robados y
encontrados, según la función que algunas otras teorías le
adjudican. Los discos descritos sí serían espejos, pero sin
nada que ver con el lanx citado en conexión con las Tablas.
82 Cumont considera también que podría tratarse de
una especie de amuletos mágicos para incluir en la tumba
y acompañar y dar buena suerte al muerto en su viaje al
más allá. Cita al arqueológo François Lenormant, que le
encontraba parecido con unos espejos etruscos de bronce,
conrmando que estos de terracotas habrían perdido su capa
metálica exterior, y que estaban pensados para hacer apare-
cer las cosas perdidas.
83 Sobre los espejos mágicos en Inglaterra medieval.
102 La búsqueda de objetos robados (doce tabLas, tab. I. 20; VIII. 15 a). contexto etnoLógIco ...
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procedimiento inglés con el descrito por el jurista
Gayo, no podemos asumir que pueda aplicarse la
misma función en ambos casos. En la norma arcai-
ca, identicado al ladrón mediante el espejo, en una
nueva interpretación se le atarían las manos con la
cuerda, licium, que al tener propiedades mágicas,
impediría que se soltara. En cualquier caso, como
el ritual había desparecido hacía siglos, en la época
clásica en la que se ensayó su interpretación era ya
algo completamente desconocido. En denitiva, en
la frente o en la cintura, con propiedades mágicas o
no, como el Cinturón de Venus u otros, o como cor-
del vinculado a la unión y a los encantos amorosos,
no resulta claro ni convincente para el caso que nos
ocupa (Maxwell-Stuart, 1976, 2-4).
Por lo demás, si en las mismas Tablas la magia
estaba castigada con la muerte, cuando se usaba
para perjucio de aquellos sobre los que se practica-
ba, buscar al ladrón con magia, como implica que el
lanx fuera un plato espejo, no podía estar contem-
plado ni permitido en esa norma, que castigaba el
encantamiento de las cosechas y echar maldiciones
personales mediante cantos o palabras ofensivas. La
legislación visigoda, que asumía directamente el
legado jurídico romano, condenaba severamente el
uso y consulta de hechiceros y venenos para perju-
dicar a bienes, animales o personas, y preveía penas
de hasta doscientos azotes y conscacion de bienes
(Schwerin, 1925, 50-51)84.
Atendemos ahora de forma expresa al término
licium. Según la tradición, el buscador entraba en
la casa desnudo, pues tan sólo iba ceñido con un
licium o suerte de cinturón, de modo que nadie pu-
diera acusarle de haber introducido o sacado bienes
que luego pudiera denunciar como robados. Para
otros, portar sólo un licium como prenda única
quería signicar sobretodo que a la casa se entraba
desarmado. En efecto, en los textos clásicos hay re-
ferencias expresas a luchadores que competían ata-
viados exclusivamente con un cinturón, por lo que
pudiéramos suponer que lo hacían prácticamente
desnudos. En realidad la desnudez no era real, sen-
su strictu, pues lo que hacían los luchadores era
ajustarse a la cintura la escasa ropa con la que com-
petían con un cinturón o similar, para que ésta no
les molestase en el combate. Pero pudiera esto ser
ir demasiado lejos, pues supone reinterpretar por
84 Liber iudiciorum de Recesvinto, libro VI, título II.
La desnudez – licium - da protección al buscador contra el
hechizo del obstaculizador, según este autor.
segunda vez lo ya interpretado (Maxwell-Stuart,
1976, 1; Crawford, 1996, 617; Olson, 2003, 207)85.
Además de cordel o cinturón, licium tiene otro
signicado interesante. Entre las prendas de vestir
interiores del romano se citan el subligaculum, el
campestre y el cinctus, relativos los dos primerios
a una especie de calzoncillos, taparrabos o pañal que
se anudaba a cada lado de la cadera y solían llevar
los actores en el escenario, para cubrir sus partes, o
los que se ejercitaban en adiestramiento en el Cam-
po de Marte. En denitiva, una prenda suciente
cubrír las partes íntimas. El cinctus se refería al
lizo, hilo fuerte empleado en textura algunos teji-
dos, para sujetar a la cintura por ejemplo, las pren-
das antes citadas. De donde deriva licium, usado en
la búsqueda de objetos robados, de modo que con
él se decía que se sujetaba, por ejemplo, el animal
robado y encontrado (Olson, 2003, 206; Wieacker,
1956, 459-492)86. Los participantes en las luperca-
lia llevaban este taparrabo, conocido como amicu-
la Junonis, aunque eran descritos como desnudos,
pues llevaban el pecho y las piernas desnudos. Lue-
go el concepto nudus no implica totalmente des-
nudo, sino ir sin ropa que cubriera pecho y piernas,
y llevar un licium, ir vestido con la ropa más ligera,
sujeta mediante el adecuado cordón (Olson, 2003,
207)87.
Creemos que junto a la transcripción tradicional,
cum lance et licio, a falta de otros datos o elemen-
tos, hay otras opciones con no menos validez que la
consagrada en la jurisprudencia88, si consideramos
los datos con los que contamos, y acaso más verosí-
miles, si ampliamos el contexto social y cultural en
el que se insertaba aquella supuesta fórmula sobre
el hurto. De ser así, la información de Gayo sobre
85 O sea, licium = única prenda de vestir = ir desnudo =
ir desarmado. Taparrabos y bandeja; Homero, Il. II. XXIII.
685-710; Odys. XVIII. 68-69; 75-76; Dion. Hal. VII. 72. 3
86 Gayo, III.193; lo llevan los esclavos, como símbolo
de su condición degradada, Ap. Met. IX. 12. Cic. off. I. 129.
87 Plut. Rom. XXI.5; Cic. Phil. III.12.
88 En el siglo II d.C. Sexto Pomponio escribió su en-
chiridion sobre el origen del derecho y las magistraturas.
Indicaba el jurista que después de la aprobación una ley,
se iniciaba la natural discusión sobre la interpretación de
la misma, para lo cual estaban los expertos. Así, los furta,
quae per lancem liciumque, fue el resultado de la discusión
en interpretación de esos expertos, que no se redactaba ni se
distinguía con un nombre concreto, pero que convencional-
mente pasó a ser conocida como ius civile, Dig. 1.2.2.5-7,
probablemente de tiempos de Antonino Pio, autor de un
liber singularis enchiridii.
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aquella fórmula arcaica quedaría en entredicho, si
además creemos a M. Lebois des Guays, abogado
de comienzos del siglo XIX en la Corte Real fran-
cesa, que aseguraba que el manuscrito que conte-
nía los Instituta de Gayo y que él aseguraba haber
consultado, no estaba muy legible, pues la primera
edicion – que desconocemos - ofrecía desde luego
una lectura muy diferente (Crawford, 1996, 617)89.
Por nuestra parte, creemos que es posible que la
reconstrucción e interpretación del cum lance et
licio, partiese de la homologación del primer tér-
mino, del que se conservarían las letras –lanc-, al
segundo término, que se juzgaría completo, licio,
con un signicado propio, haciendo necesaria la
inserción de la copulativa et, para unirlo con el tér-
mino previo. Al estar licio en ablativo, el término
al que se uniría con et debería estar gualmente en
ablativo, y de ahí el –lanc- se convertía en lance,
precedidos de la conjunción cum, que rige ese caso,
a partir de la reconstrucción de un término, del que
sólo constaría una c (Pugsley, 1969, 149-150)90. El
resultado sería un clara elipsis, gura retórica que
omite elementos de un texto para subrayar y dar
uidez al mismo, además de lograr un cierto valor
mnemotécnico.
En suma, deteriorada la tabla correspodiente en
uno de sus apartados sobre el robo, en algún mo-
mento de la cadena de transmisión entre la salida
89 Descubierto el documento en 1816 por el historiador
K. Niehbur, en el Palimpsecto de la Biblioteca del Cabildo de
Verona, Bekker, Holweg y Goeschen sacaron despues una
copia del códice veronense, la cual impresa por la solicitud
del último, fue publicada la vez primera en 1820 con el título
de Gaii Institutionum Commentaii IV, é codice rescrip-
to bibliothecae capitularis Veronensis auspiciis regiae
Scientiarium Academiae Borussicae nunc primum edi-
ti, Berol. imp. Reimer. Lance podría ser una corrupción
anterior al tiempo de nuestras fuentes. De igual forma que
el licium pudo estar conectado a inlicium, convocar a la
asamblea, de Varr. ling. VI. 86-88; 93.
90 En muchos casos es tal el estado en que nos han
llegado los textos, que no pocas veces los autores han ensa-
yado reconstrucciones, que permitieran extraer alguna con-
clusión lógica de la noticia. De ningún modo decimos que
restitución o reconstrucción deben estar entre los recursos
a usar por el investigador actual, sólo hacer constar que se
han hecho y se seguirán haciendo, con resultado que cali-
caríamos de excéptico. Recordemos por ejemplo la arbitra-
ria reconstrucción, por ejemplo, del texto, non dubitamus
quin lege Aquilia [non] tenea, considerado inaceptable,
y la palabra noctu, del texto Coll. 7.3. 2-3 (Ulpian XVIII
ad edictum), considerada corrupta y susutituida. El texto
substituto sería et si quis [nec manifestum] furem occide-
rit, non dubitamus quin lege Aquilia teneat.
de los galos de la Ciudad y los comentarios de Ser-
vio Sulpicio y Masurio Sabino, casi cuatrocientos
años después, un copista o un jurista reconstruyó y
transcribió donde sólo quedaba c lanc licio, como
c(um) lanc(e et) licio, y a partir de ahí, con este
resultado, se generó la controversia sobre el con-
tenido de aquella ceremonia formal de búsqueda
de bienes robados, desde confusos términos inter-
pretados. Así, se reconstruía “con un plato o ban-
deja y un cíngulo”, taparrabos o vestidura ligera,
transcripcion o reconstrucción que ganó autoridad,
hizo fortuna, siendo asumida por los comentaristas
y tratadistas de los que tenemos testimonios, sin
mucho entusiasmo e incluso incredulidad en algún
caso, como vemos en Gayo e incluso en el gramá-
tico Festo o su epitomizador medieval Paulo, pero
sin una alternativa que permitiera deshecharla o
sustituirla91.
Pensamos que la transcripción cum lance et
licio, una quaestio o investigación al decir de los
juristas, para encontrar objetos robados en la casa
donde se sospechara que pudieran estar, pudo ser
una formulación errónea a causa del deterioro del
texto original y su espuria y cticia reconstrucción
posterior, a cargo de copistas y juristas. La reve-
rencia hacia documento tan viejo, conectado con
los heroicos tiempos primitivos, sobrepasó toda
posición crítica – Gayo, Gelio, Festo, - y convirtió
lo transcrito en símbolo a venerar del derecho más
antiguo. Que podía ser interpretado, pero no reba-
tido. Nosotros no tenemos la respuesta a este enig-
ma, desconocemos cuál fuese en concreto el texto
original, pero podemos señalar que fueron factibles
otras transcripciones o reconstrucciones. Siguiendo
el contexto de una búsqueda de los objetos robados
en casa ajena.
6. concLusIones
Llegados a este punto, es lícito preguntarse si
hallamos la respuesta que aclara el objeto de este
análisis, esto es, qué hubo detrás de aquellos dos
términos abstrusos y herméticos que los textos nos
transmitían, al menos desde el siglo II d. c., aunque
con referencia a casi siete siglos antes. No hemos
encontrado nuestro penicilium ni seguramente te-
nemos la capacidad de observación de un Alexan-
der Fleming, de forma que seguimos sin saber con
91 Como fortuna hizo, sin mayor mérito que otras op-
ciones, la fecha del 753/751 a. de C. para la fundación de
Roma, debida a Varrón, frente al 1100, 748, 729 y otras, por
citar un caso bien conocido.
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toda certeza qué se establecía en aquella costumbre
o ley de la que sólo nos habían llegado dos térmi-
nos por todo residuo. En un caso como el presen-
te, hemos creido que cualquier avance en nuestro
conocimiento debía venir de la ampliación de las
perspectivas desde las que se obervara el suceso. Si
del análisis de ambos términos parece que se había
llegado a un callejón sin salida, en el que se ha es-
tado durante siglos, la ampliación de los textos y
contextos, de los ámbitos históricos y etnológicos,
a todas las épocas y sociedades, puede ofrecer datos
e interpretaciones, una amplitud de miras que ayu-
de a comprender mejor el problema.
Hemos hablado sobre el derecho de propiedad
sobre los bienes de primera necesidad en las socie-
dades primitivas, la valoración de este derecho se-
gún se trate de bienes privados o comunitarios, los
derechos de las víctimas de robo a la búsqueda de
sus bienes, que priman por encima de los del sospe-
choso, las diferentes sanciones establecidas en cada
caso para el ladrón, y los incentivos punitivos con-
tra éste, de rango variable en la escala según de q
sociedad se tratara. El derecho de propiedad y los
castigos a los infractores en la Biblia y el Código de
Hammurabi, que dan paso a la intervención divina
en las resoluciones de los litigios. El robo en la Gre-
cia homérica, una cuestión privada de repercusio-
nes sociales importantes, y en la Atenas del siglo IV
donde ya observamos la existencia de un ritual en la
búsqueda de esos bienes, según se hiciese conforme
a la costumbre o conforme a la ley, y se habla de la
“desnudez” en el buscador.
Pero sobre todo, debemos estudiar el robo según
se recoge en aquel conjunto de normas que dadas a
conocer como Ley de las Doce Tablas, a mediados
del siglo V nos transmitía el sentimiento de una so-
ciedad campesina sobre los valores de la propiedad,
en la Roma Arcaica. Conocer los pormenores de la
trasnmisión, copiado, manipulación, corrección y
jación del texto aprobado a mediados del siglo V
y que manejaron en el siglo II d. C., entre otras cir-
cunstancias, no es tarea menor y debe tenerrse en
cuenta a la hora de extraer conclusiones.
En el tiempo del jurista Gayo, siglo II d. C., y su
coetáneo el tratadista Aulo Gelio, que incluye lan-
ce et licio entre las modalidades de robo denidas
por el primeros, leemos en ellos mismos que, tras
denirlos, reconocen no entender el signicado y
alcance de éste último, hasta decidir despreciarlos
por absurdos e imposibles. A partir de ahí, las in-
terpretaciones de los estudiosos modernos y con-
temporáneos han sido tan abundantes e ingeniosas
como improbables e ilógicas. La intervención de la
magia a través de los espejos, el reejo de los ob-
jetos en el agua, el plato o fuente para poner en él
los objetos econtrados, o para no ver a las posibles
matronas que hubiese en la casa donde se busque, en
n, cualquier explicación pintoresca ha tenido ca-
bida en esta historia de signicados quiméricos. A
lo ya expuesto más arriba nosotros podemos sumar
una última perspectiva. Ambos términos desde el
punto de vista de su mero contenido etimológico,
el analísis de ambas palabras en el contexto literario
donde pudieran haber estado impresas, un análisis
que supone grandes conjeturas, pero no mayores
que las que han venido sosteniendo esta polémica
de la investigación durante siglos.
Veamos dos opciones a la transcripción tradi-
cional. Partiendo de un texto residual consistente,
como hemos dicho, en: c -lanc- -licio, podríamos
transcribir de la siguiente manera: c lanc(ule) (et
sub) licio, uniendo la c a lanc, para crear el tér-
míno clancule, un adverbio derivado del adjetivo
clanculus, que traduciríamos como “de manera
sigilosa y con vestido sucinto”. La interpretación
sería la siguiente. El buscador de objetos robados –
la víctima del robo, en realidad - debía entrar en la
casa donde sospechase que éstos podían estar, clan-
cule o clanculo, esto es, sigilosamente, a hurtadi-
llas o en secreto, y vestido ligeramente (Thesaurus
Linguae Latinae, III, 1906/1912, 1260-1261)92. Y
por qué entrar en la casa “sigilosamente, en secre-
92 Clancule, clanculo o clanculum, advs., occultis-
sime, en secreto, a escondidas, secretamente, con cautela,
con sigilo, a hurtadillas, usado por Apuleyo, Met. 3,8; 10.14;
Apol. 40. en Plaut.Am. 523; Cur. 22; Poen. 913; Rud. 57;
Ter. Eu. 310; Ph. 873; Lucil. 722; 753-754; BH 32.8; OLD,
1968, 331; Clanculo, oculto, clandestino. Clanculus, Gell. I.
8. 5. Clancularius, el que hace algo a escondidas, con dolo,
en secreto. Clanculo, are, sinónimo de occultare, pallia-
re, subacellare. Por su parte el vocablo furtum, deriva de
furvo, oscuro, sombrío, tenebroso o umbrío - niger – dice
Labeón, se dice porque se comete clandestinamente y a obs-
curas - quod clam et obscuro at et plerumque nocte - y
generalmente por la noche: o de fraude, como dice Sabino,
Dig. XLVII.2.1pr., Paulus 39 ad ed. Furtum, -i, segunda
acepción, acción secreta, oculta, escondida, OLD, p. 750,
iam tria lustra puer furto conceptus agebat, Ovid. Fast.
II. 183; unam legionem furto noctis adgressos, habien-
do atacado el año anterior a una legión, aprovechando la
obscuridad de la noche, Tac. agr. 34.1. Sub, OLD, 1968, p.
1834, tercer signicado, letra B, equipamento, vestidura, y
cuarto, bajo, sub pellibus, sub tunica, sub veste.
105
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to”?: Quizás se quisiera obtener el efecto sorpresa,
esto es, ir a la casa sin previo aviso, sigilosamente,
para evitar que el dueño de la misma o sus ocupantes
pudieran sacar o esconder los bienes robados, como
va vimos supra en un caso griego, de tenerlos, o in-
cluso el dueño tuviera tiempo de huir o esconderse
de la víctima, evitando así el castigo que sería simi-
lar al asignado para el furtum manifestum93. La
vestimenta liviana evitaba que el buscador pudiera
introducir o sacar bienes de la casa, que pudieran
inculpar al dueño de la misma94.
En otra reconstrucción, c -lanc- -licio pudie-
ra transcribirse simplemente como c(um) lan(eo)
licio, donde no es necesario restaurar et y cuya
traducción sería “ … con una prenda lanosa o de
lana”, esto es, quien fuese – el buscador? – debiera
ir vestido con una ligera prenda de textura lanosa95.
Se trataría de dos términos, adjetivo y substantivo,
regidos por la preposición de ablativo c(um), que no
dan más información sobre la supuesta ceremonia
que la de la vestimenta obligada en el ritual. Una
opción más. Tenemos el vocablo planctus, sustan-
tivo derivado del verbo plangor, con signicado de
ruidoso golpe de pecho, lamento, dolor, llanto. Un
signicado que en el contexto se transcribiría: c(um
p)lanc(to) et (supp)licio. Algo así como “cum
plancto et supplicio”, “… con lamento - o golpea-
do el pecho - y (llevando) con ofrenda para apla-
car a la correspondiente deidad”. Esto es, en este
caso se trataría del buscador que entra en casa ajena
homologándose a un suplicante que se lamenta por
su intromisión, por lo cual lleva una ofrenda para
aplacar al dios correspondiente96.
93 Es más, incluso se puede dar el caso de que el dueño
de la casa estuviera ausente en ese momento, de viaje, como
nos indicaban los griegos, Platón, Leyes, 954 A-B.
94 Una ley de mediados del siglo VII d. C., reinos vi-
sigodos, ordenaba que quien buscaba una cosa robada tenía
que exponer, reservadamente – ocultamente, oculte - al juez
qué cosa buscaba, de manera que le diera una descripción
clara de lo que perdió, para que la verdad no permaneciera
ignorada por no haber mostrado las señales evidentes, liber
iudiciorum, VII. 2. 1, lex visigothorum, Recesvinto, me-
diados del siglo VII, sobre los hurtos.
95 Laneus, a, um, 1) de lana, 2) de textura o apariencia
lanosa, OLD, 1968, p. 999. Los luperci que corrían alre-
dedor del Palatino iban nudi, aunque con las pieles de las
víctimas sacricadas puestas cabras -, a modo de ligero
taparrabo, pero no podemos ir más allá, Varr. Ling. VI. 34;
Dion. Hal. I. 80.1.
96 Plango, planctus, segunda acepción, to beat, stri-
ke, golpear para hacer ruido, OLD, 1968, p. 1387, el sentido
es con ruido, haciendo ruido, ruidosamente. Supplicium,
No está demás recordar los principales caracte-
res de aquella institución que llamaban supplica-
tio, en pleno vigor en los tiempos homéricos, com-
parables a los de la Roma de las Doce Tablas. En
un contexto de latente hostilidad, las convenciones
aceptadas por las comunidades en contacto garanti-
zaban unas relaciones pacícas. Estas convenciones
incluían un ritual de gestos, actitudes y expresiones
bien maniestas y denidas, de las que tenemos no-
ticia en los poemas homéricos y en la tragedia grie-
ga del siglo V. Fuera de su comunidad el extranjero
suplicante – así era considerado por el “invadido”
– debía manifestar que su actitud era opuesta a la
de un enemigo. Para ello, mostraba con los brazos
en alto ramos de olivo o laurel atados y adornados
con hilos de lana – los licios lanosos, ya citados ?
- , como ofrenda a Zeus, de manera que su actitud
pacíca pudiera ser vista a distancia. El buscador
podría asumir el papel del intruso al entrar en casa
ajena, lo que debía compensar con una ofrenda a la
divinidad protectora (Gould, 1973, 80, 81 y 95)97.
Próximo al antrión, las palabras del “intruso”
debían ser respetuosas, mezcladas con lamentos y
expresiones que expresaran una actitud sumisa y re-
verente, de afectada humillación como convenía a
gente forastera, con un tono de voz sin arrogancia
ni vanidad, con prudencia y ojos dulces, y respues-
tas cortas y pausadas. Debían llevar la vestimenta
adecuada, sin manto de esta, la cabeza rapada o
no, golpeándose el pecho, y delante de su interlocu-
tor, podía hablar intercalando gemidos y lamentos,
incluso lágrimas en los ojos, alzando los brazos, de
manera que se subrayara la necesidad que les ha lle-
vado allí, así como la humildad de sus demandas.
Junto a los interlocutores, los extranjeros que acce-
dían a territorio ajeno debían permanecer arrodilla-
dos o sentados sobre sus piernas, sin descartar que
en algún momento llegaran a agarrarse a las piernas
de su interlocutor, en clara actitud rendida, al tiem-
po que le cogían por el mentón con la otra mano98.
segunda acepción, ofrenda para aplacar a una divinidad con-
creta, supplicatio, OLD, 1968, p. 1883.
97 Hay al menos treinta y cinco escenas de suplicación
en los poemas homéricos, de las que 22 fueron aceptadas. La
súplica es inválida si no se establece un contacto físico entre
el suplicante y el suplicado. En este caso queda como un acto
puramente gurativo.
98 Esquilo, Las suplicantes, 21; 175-201; 241; 193;
334; Las Euménides, 43; 440; Los Siete contra Tebas,
101; 172; 321; Sófocles, Ayax, 1171; Electra, 1381; Filoctetes,
484; Edipo rey, 3-5; 183-185; Eurípides, Las suplicantes,
10; 21-24; 88-90; 95-96; Hom. Il. I. 501; VIII. 371; X. 454;
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Aunque para la Roma Arcaica no hay noticia escri-
ta sobre algún derecho de respeto y salvaguarda del
propio domicilio, no quiere esto decir que, a nivel
de la comunidad privada, no pudieran funcionar las
convenciones aceptadas ante una eventual entrada
en casa ajena. Reproduciéndose la escenicación
entre el antrión y su huésped (Dominguez López,
1995, 202-214; Blecher, 1975, 279-296, 280)99. En
cualquier caso, y en tanto las fuentes directas de in-
formación disponibles no aumenten, creemos que
sedicil aportar más evidencia sobre un asunto
como el que hemos analizado, que ya era confuso
y problemático en aquella sociedad, si no contamos
con nuevos puntos de vista que obtengamos de ma-
terias como el derecho comparado o la antropología.
FInancIacIón de La InVestIgacIón
Esta investigación no ha contado con nancia-
ción.
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protege a los suplicantes, de modo que no es lícito matarlos,
Eurípides, Ion, 1257. Lo que hoy se considera un enemigo,
hostis, era el mismo término que nombraba al extranjero en
las Doce Tablas, Cic. off. I. 37.
99 En los tiempos primitivos, cuando la base religio-
sa fue fuerte, la invasión del domicilio no estuvo regulada
como una ofensa pública o privada, pues el invasor atraería
la furia de los dioses sobre su cabeza. Los latinos llegan a
Roma como suplicantes, DION. HAL. VI. 18. 1;3, llevan
ramos de olivo y se agarran a las rodillas de los senadores.
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